lunes, 28 de marzo de 2011

El último lunes de marzo

Hoy conocí a una mujer amarilla. Tan amarilla como el sol, como el centro de las margaritas, como si fuera un personaje de los Simpsons. Sus manos, sus ojos, sus labios, todo menos el pelo.
Su piel era amarilla como los pétalos de los girasoles, como el tractor amarillo, como un limón.
Podría haberla conocido en un carnaval, en un mundo paralelo, en una fiesta de pinturas...pero realmente estaba muy enferma y su aspecto sólo era la punta del iceberg de su malestar.
Sobre la cama blanca parecía una alucinación. Me costó acostumbrar la vista a su color.
Y aún más no reflejar en mi rostro los cien mil símiles que se me iban ocurriendo al observarla.
Fue un alivio verla sonreír, supongo que se había acostumbrado a verse así.
Al salir de la habitación el oncólogo nos miró, esperando nuestra reacción, pero no sabíamos qué decir sin parecer demasiado absurdas.
- A veces llegan a ponerse verdosos, cuando aumenta mucho más la ictericia...
Y ambas pusimos los ojos como platos.

Hoy he visto a una mujer amarilla que lucha por vivir, pero que no ganará.
Hoy he visto morir a un hombre al que conocí hace un mes.
He visto a la muerte levantar el puño airosa.
Pero también he visto ganar a la vida.
He visto el agradecimiento en unos ojos llorosos.
Y entereza en los rostros.
Y valor en las miradas.

Supongo que todavía es complicado acostumbrarse a estar tan cerca de la batalla que ambas libran a diario. Y más aún creer que en un futuro seré partícipe de sus disputas.
A veces lucharé por ayudar a una. A veces dejaré que la otra gane, pero de forma digna.
Y la vida y la muerte me mirarán de soslayo, preguntándose porque los seres humanos nos empeñamos en entrometernos en sus asuntos.

Algún día mis manos tocarán hombros y resolverán dudas.
Hoy por hoy, me da mucho miedo.
Pero sí me veo capaz de luchar.
Y si vuelvo a ver a una mujer amarilla, le contaré que en algún lugar vive otra igual que ella.
Tan amarilla como el submarino de los Beatles, como los pollitos, como la yema de los huevos fritos de corral...

miércoles, 23 de marzo de 2011

Hoy

Voy a reírme boca abajo, colgada de la rama más alta del árbol.
Quiero que la risa retumbe en la montaña y vuelva, como si millones de boomerangs diminutos recorriesen el aire.
Y que mi pelo cubra mi cara y los animales que pasen a mi lado crean que soy un paragüas dado la vuelta que quedó atrapado ahí.
Después me quitaré las botas y pasearé en calcetines por la hierba mojada y cuando éstos estén calados los arrojaré lo más lejos que pueda y luego diré que me los robaron unos mapaches gigantes.
Y surcaré el barro con los dedos y bailaré la canción de las nubes grises que no quieren marcharse.
Hasta que me canse. Y cuando lo haga me sentaré en alguna roca plana a comer una rebanada de pan con queso, pero no uno cualquiera, sino el mismo queso que Heidi y su abuelo comían en la cabaña de los Alpes suizos.
Y alomejor entonces me entrará sueño y silbaré fuerte, para que un oso gigante aparezca y me coloque en su espalda.
Y me lleve a casa, de vuelta. Y en el viaje me dormiré sobre su pelo blanco mientras los árboles me acarician la cabeza al pasar y susurran "Adiós pequeña Laura".

martes, 22 de marzo de 2011

Energía

Había echado de menos las hierbas silvestres moviéndose a través de la ventanilla, como si naciesen del aire y rozasen el cielo casi sin pisar la tierra.
Había olvidado el olor a sol, el olor del sol en las aceras cuando sales a la calle y no hace frío y todo el mundo se cree que se puede ir en manga corta.
Lo había olvidado casi por completo.
Tu cara cuando estás descansado y despreocupado, tu risa cuando nada te aprisiona ni te hace sufrir. La había echado tanto de menos que casi no pude reconocerla cuando regresó.
Pero lo ha hecho. Y ha venido acompañada de tus gracias tontas que no me hacen reír, de tus correcciones continuas cuando yo hablo demasiado rápido, de tu mundo irrefrenable lleno de llamadas al móvil, viajes de aquí para allá, movimiento sin comienzo ni fin.
Echaba de menos la energía que emana de ti cuando controlas el mundo. Y ahora que ha vuelto de nuevo extiendo mis manos esperando que se enrede entre mis dedos y trepe por ellos, hasta alcanzar mi cuello y quedarse ahí enlazada.
Y tintinee conmigo cuando camine moviendo las caderas.
Hacía tanto tiempo que no despertabas... que ahora que lo has hecho el mundo ha explotado.
Y Gadafi se queda sin fuerzas contra la Coalición.
Y Japón se recupera un poquito.
Que me llamen tonta y absurda, pero sé que si ocurre algo bueno es porque tú ya no estás dormido...
o por lo menos si no has cambiado tú el mundo,
sí has transformado mi optimismo.
Tu felicidad y tu fuerza son mis pilares.
Y sé que volverás a preocuparte por tus circunstancias y por los que te quieren. Volverás otra vez a no dormir, a trabajar sin descanso, a enfrentarte tú solo a los villanos.
Pero esta vez no olvidaré tu sonrisa, porque nadie podrá arrebatárnosla.

domingo, 20 de marzo de 2011

Springsprung

Ya sale el sol, pero todavía se cuela el frío en las manos y en las caras. Y el otro frío, ese que vive durante todo el año en las almas de muchos, aún perdura. Las risas de los niños inundan la calle, juegan entretenidos sin pensar en el mañana, como mucho les preocupa que habrá de cena esta noche.
Quizás eso me da envidia, quizás echo de menos el dulce sabor de la ignorancia.
No me acostumbro a crecer, quizás no sé crecer. A veces me siento demasiado adulta, a veces extremadamente infantil. Si algún día logró encontrar el término medio no sé si será una buena noticia tampoco.
Me gusta no pensar en nada y escribir, como hago ahora mismo. No pienso en rimar, ni en que quede bien o que agrade a quién lo lea. Hoy es de esos insípidos domingos que obligatoriamente pasas en casa porque los apuntes y libros no saben cuidarse por sí mismos. Tanto conocimiento en sus páginas para nada, para luego no poder quedarse solos...Hoy bajaría hasta el coche en chándal y conduciría a alguno de esos hermosos campos llenos de amapolas, para tumbarme allí y escuchar qué me cuentan los árboles.
Si pudiera no iría sola, se disfruta mucho más acompañada. Si pudiera me quedaría por siempre allí, como una flor más, aunque nunca tan bella y grácil.
Me gusta la vida cuando llega la primavera porque todos parecemos un poco más sanos, más vivos, escondidos muchos detrás de pañuelos de papel y disparamos estornudos.
La piel se enrojece y calienta, los bichos proliferan y los niveles de polen llegan a tapar la atmósfera. Es primavera en nuestra porción de mundo.
Llegó la primavera a nuestra porción de mundo...


(Fotógrafo: George Holz)

miércoles, 16 de marzo de 2011

Gaia hoy no puedo quererte

Pasó su mano manchada de polvo por encima de su pelo. Se sorprendió al tocarlo, era duro y liso, como las cerdas de las escobas. Aquel pequeño de ojos rasgados estaba sentado en suelo, con las manos y los pies llenos de barro y la ropa sucia. Tenía el terror en los ojos.
Parecía que había corrido durante horas, pues su pecho ascendía y descendía rápido y rítmico, sólo interrumpido por algún ataque de tos, fruto del polvo que se levantaba por doquier.
El niño de piel negra siguió acariciendo su cabeza, suavemente, algo que había aprendido a hacer tan bien como su madre, tras aprender de ella que esos gestos son los que calman el hambre, el miedo y la sed.
Alrededor de ellos el mundo se había parado. Lo hizo en el mismo instante en que el agua tocó la tierra.
La muerte y la desesperación inundaban cada rincón, arrasando todo a su paso. Destruyendo vidas, sueños y proyectos. Destrozando almas y enfermando corazones.
El llanto y la angustia recorrían el aire, eran respirados junto al polvo y deglutidos con el humo.
Incluso la impotencia se colaba en la piel, más adentro, con la radiación.
El niño de piel negra se sentó y miró a su amigo que temblaba.
Al niño de piel negra le faltaban un ojo y una pierna.
Él ya había vivido algo parecido a eso, por eso estaba allí. No iba a dejarle solo ahora.
Por eso el pequeño de ojos rasgados sentía una punzada de esperanza, algo que le obligaba a no rendirse. Por él. Entrelazaron sus manos, como si así nada ni nadie pudiera separarles.

El niño de piel negra observó a su amigo. Estaba asustado y sucio, pero parecía fuerte. Nada podría con él.
El niño de ojos rasgados le devolvió la mirada, descubriendo un hueco en su cara. Entonces alzó su manita y lo tocó. No era algo extraño, no eran tan diferentes.

Los dos pequeños se incorporaron, aferrándose el uno al otro.
El niño de la piel negra iba descalzo. El de los ojos rasgados se quitó sus zapatos.
Y así emprendieron un nuevo camino.

martes, 15 de marzo de 2011

Palmera de chocolate blanco

Parecían dos jóvenes más comiendo a las tres de la tarde en una cafetería universitaria.
Ella con pañuelo al cuello, melena negra, ojos color miel que se le achinan al reírse, botas hasta las rodillas y sueños en los bolsillos.
Él alto, castaño, con gesto cansado, reflejo de una mañana interminable, jersey blanco con rayas grises, mirada tranquila, ojos achinados siempre, se ría o no.
Parecían dos desconocidos que conversan con otros en la misma mesa, que también cuentan historias. Dos amigos o dos conocidos. Dos personas. Desde lejos parecían un chico y una chica como cualquier otro ser humano. Iguales a otros seres humanos.
Él en un lado de la mesa, ella en otro. Riendo, contando, participando.

Era una estampa más de las tardes universitarias de marzo, preludio de un verano cercano y unos exámenes que ya causan algún que otro insomnio.

Nada era extraño. Ella se levantó de su asiento y compró una palmera de chocolate blanco, gigante.
Después la partió por la mitad, dejando una parte en el plato y llevándose la otra consigo.
Se sentó sobre una mesa, con las piernas colgando y empezó a devorar despacito los bordes.
Entonces él, como si lo hubieran estado ensayando meses y meses antes, alargó el brazo y levantó la otra porción.
Después, con sumo cuidado, pero como si no estuviera prestando nada de atención a lo que hacía, empezó a quitar la parte de afuera y a amontonar los trocitos en un lado.
Nadie se soprendió, nadie les observaba, nadie pensó en ese momento en ellos ni en palmeras de chocolate blanco.
Siguieron hablando todos, como si tal cosa, como si nada de lo que estuviera sucediendo fuera trascendental.
No lo era para el resto del mundo.
Cuando ella terminó, sólo quedaba el corazón de la palmera. Entonces se levantó de la mesa y lo dejó en el plato. Después él, que ya había terminado también, lo cogió con cuidado.
Y ella recogió los bordes.
Lentamente cumplieron un ritual, unas manías bellísimas que les complementaban de una forma tan sencilla y anodina. Él odiaba los bordes de la palmera y a ella no le hcía mucha gracia el centro. Nunca se lo dijeron, simplemente se acostumbraron a concederse esos detalles, a acoplar sus defectos y virtudes como lo hacen las cremalleras o los botones y sus ojales.
Nadie se dio cuenta, nadie se percató de lo que sucedía.
Y por eso fue uno de los momento más hermosos que he contemplado.

domingo, 13 de marzo de 2011

Vámonos

Eran unos treinta hombres, con sus respectivas esposas. Cabezas grandes y pequeñas, cerebros pequeños y.... medianos. Joyas, humo y alcohol ponían en el ambiente algo de elegancia, conversación y estupefacción.
Loren y Joan se miraban desde los sitios que ocupaban en la sala, lo suficientemente alejados como para que no pudieran cometer alguna estupidez. O por lo menos eso le había dicho Madre.
Pero ambos sabían que sólo era cuestión de tiempo. Aquella noche sería inolvidable para ellos y un mal presagio para otros, pues ninguna de las vidas de los que entonces reían y difamaban a la corona volvería a ser normal.
Las noticias de que la guerra estaba resultando un desastre para los aliados eran recibidas con pánico maquillado y manos sudorosas. Aunque aquello era algo muy lejano en la villa de los Delein, todos eran conscientes de que el mundo estaba transformándose y, después de tantos años protegidos por las clases sociales y el dinero, sus corazas no iban a ser efectivas contra los puños levantados.
Puños ennegrecidos por el trabajo y el sufrimiento, como los de Joan.
Totalmente opuestos a los dedos finos y nacarados de Loren.
Pero sólo hacía dos semanas que ella había saltado las verjas de la finca para reunirse con él y otros jóvenes, dispuestos a defender los ideales por los que otros habían muerto. Por eso sus manos estaban ásperas, de aferrarse a los principios
y las suelas de sus botines desgastadas, de correr hacia la libertad.
Siempre junto a Joan.
Él fue quién le mostró ese mundo de mujeres vivas y reflexivas, de amor con respeto y del placer que se alcanza, a veces, con una simple mirada.
Y por eso los padres de Loren la habían encerrado, aterrados al ver como su pequeña niña de porcelana quería destruir lo que eran ellos mismos. Madre intentó en vano hacerla entrar en razón, que viera que una mujer sólo es libre cuando tiene un marido poderoso o adinerado, porque puede vivir sin preocupaciones.
Pero la joven había cambiado, ya nada en sí misma era igual tras los encuentros con aquel joven moreno.
Aquella noche era especial, no era otra reunión más de las altas familias de la región. El matrimonio de los Delein iba a anunciar el compromiso de su única hija con un terrateniente llamado C. O, reciente poseedor de la mitad de tierras de aquella comarca.
Todos sabían lo que eso significaba: la futura pareja controlaría las relaciones comerciales e industriales de toda la zona.
Cuando Loren recibió la noticia se vino abajo, pero luego tuvo varias ideas que vertió en Joan, en una de sus escapadas.

- Me casaré con él y poseeré todo lo suyo. De esa forma podré cambiar las cosas, desde lo alto Joan ¿no lo comprendes?, confiará en mí y yo...
- No - había dicho él. - No sacrificarás tu vida por esto. Te quiero Loren y aunque haya jurado luchar hasta la muerte por la libertad, que me llamen egoísta, pero no renunciaré a ti por eso.


La sala abarrotada fue silenciada por la mano en alto de Patrick Delein.
Tras un largo discurso venerando las cualidades de su futuro yerno, anunció lo esperado.
Los aplausos y asentimientos recorrieron la amplia estancia, hasta llegar a Joan, que no se inmutó.
Entonces Loren dio un paso al frente, rompiendo el protocolo, y habló.

-No voy a casarme. No estoy enamorada de él. No es él a quién quiero.

Gritos ahogados escaparon de algunas gargantas y más de uno se atragantó con la copa, entre ellos su propio padre.
- Desde pequeña he vivido feliz, en una casa y con una familia, a la que debo todo.
Por eso no penséis que disfruto haciéndoos esto, yo también sufro, pero no tengo más opciones.
Quiero vivir. Quiero ser la mujer que llevo dentro y que pretendéis destruir. Yo no nací para tener ese marido, no nací para llevar vestidos y portar joyas. Quiero vivir mi vida.
Dentro de un tiempo todo cambiará. Los títulos que hoy os alzan, mañana os condenarán.
Ahora tenéis la oportunidad de redimir vuestra arrogancia e intolerancia hacia los otros, ¡aprended a trabajar con vuestras manos! ¡mujeres, dejad de obedeced y actuar por vosotras mismas!-.

Al oírla Madre cayó al suelo.

- Me voy y nadie podrá impedírmelo. Nunca más, nadie más, controlará mi vida salvo yo misma.

Antes de que nadie pudiera rebatirla Joan corrió, se acercó a ella y besó su frente.

- Vámonos - le susurró llorando emocionado.

Y asiendo su mano la llevó afuera, ante la fría e impotente mirada de los otros.
Fuera de la casa, de las velas amarillentas, del olor a tabaco y lilas.
Fuera, dónde podía respirar.
No se miraron, ni siquiera cuando ella rasgó su vestido para poder sentir la hierba rozándole las piernas.
Caminaron despacio, sin rumbo.
Él silbaba una melodía que ella conocía, mientras sus manos entrelazadas se habían adaptado a estar así, tanto que parecía como si ya no sirvieran para otra más que para estar unidas.
Ella suspiró feliz. Su meta, a su lado, era que el tiempo pasase, sin esperar nada.
Porque desde instante, al darse cuenta de que el mundo ya no podía hacerles ningún daño,
habían descubierto que tenían todo por delante.



Te lo dedico a ti Jesús, por ser mi inspiración cada día.

sábado, 12 de marzo de 2011

La pantera


Raine Maria Rilke - La Pantera
Del deambular de las barras se ha cansado tanto
su mirada, que ya nada retiene.
Es como si hubiera mil barras
y detrás de mil barras ningún mundo hubiese.

El suave andar de pasos flexibles y fuertes,
que gira en el más pequeño círculo,
es como una danza de fuerza entorno a un centro
en el que se yergue una gran voluntad dormida.

Sólo a veces se abre mudo el velo
de las pupilas. Entonces las penetra una imagen,
recorre la tensa quietud de sus miembros
y en el corazón su existencia acaba.

domingo, 6 de marzo de 2011

Señor Nadie

Estaba tumbado, boca abajo.
Muchos amanecieron así. En retretes de bares, en suelos de prostíbulos, en camas de hotel y habitaciones con pósters de Robert Pattinson.
Poco a poco iban despertando. Unos de un profundo sueño del que la borrachera fue responsable, ahora convertida en resaca dominical. Otros apestando a látex, tras una noche de desenfreno. Otros, por el contrario, esperaban en urgencias a que alguien les dijese como estaba su amigo, su primo, su vecina...con un brazo roto, un infarto después de la cena de ayer, un parto repentino a los 7 meses y medio.
Otros simplemente dormían, recuperando las horas que los días de la semana engullen sin educación.
Pero él no despertaba.
Sus manos negras, entumecidas, parecían agarrar algo invisible.
Sus párpados cerrados ocultaban unos ojos azules que habían visto demasiadas cosas.
Cuando la policía llegó sólo unos hombres estaban allí, a unos metros de él, observándole en silencio.
A veces alguien decía "pobre hombre" y no había respuesta.
La policía esperó al forense y al juez. Las dos mujeres llegaron rápidamente y pidieron a la gente que las dejase trabajar.
A las 12:30 se levantó el cadáver.

Señor Nadie de Nada. Hijo de Quién Sabe y Quién Sea, nacido en Alguna Parte, a la edad Bastantes años, ha fallecido hoy, en la madrugada del día seis de marzo, aproximadamente a las 4 horas de la mañana, por hipotermia.
Su cuerpo no aguantó el frío.
Nadie era un indigente, pero ese no era su verdadero nombre. Nadie fue un niño con padres, quizás infancia feliz, quizás no. Puede que tuviera hijos y esposa, puede que hubiese trabajado alguna vez o hubiese viajado a alguna parte.
Pero ahora sólo era un "pobre hombre".

Dicen que su corazón se fue parando. Primero se helaron las puntas de sus dedos, después los dedos y las muñecas. Más tarde los pies, los tobillos, las piernas. La sangre de su cuerpo iba enfriándose lentamente y moviéndose cada vez más despacio.
Empezó a respirar deprisa, a marearse, a sentir confuso. Después su corazón no pudo combatir y se fue enlenteciendo.
Su cuello estaba rígido, sus miembros, su cara.
Cerró los ojos, sus ojos azules.
Y murió.

Hoy es un día precioso de domingo. Con su sol, con su olor a casi primavera.
Pero no podía escribir nada bello después de conocer una noticia así.
Ese hombre murió de algo evitable.
Y no es un caso único, se repite noche tras noche.
La indigencia no es una elección.
Por él, aunque no sirva de mucho, escribí esta entrada.

Señor Nadie, para ti.