miércoles, 27 de julio de 2011

Utoya

Utoya y Utopía tienen el mismo comienzo, pero diferente final.
Dos islas.
Una real, la otra fantástica, pero ambas continentes de personas que buscaban alzancar una compresión del mundo desde sus valores e ideales políticos.
Utopía nunca fue destruida pues sólo existe en mentes ya ausentes y en algunas que hoy la dibujan cambiada; Utoya sí ha sido destruida, pues su imagen jamás será la misma.
Sus árboles, su hierba, sus aguas. Nada borrará lo que allí ocurrió. De la misma manera que el Drina nunca volvió a ser el mismo, ni los ojos del Coliseo, ni los ladrillos de Scheunenviertel, ni la carretera que unió Madrid - Valencia en 1937.
Hay lugares que permanecerán para siempre marcados y es imposible cambiarlo.

lunes, 18 de julio de 2011

En bikini

En bikini todas las mujeres son más bonitas. Son tal y cómo se ven cuando nadie las mira y creen que no nos damos cuenta. Eso las hace aún más bellas.
En bikini las mujeres se sueltan el pelo y se lo mojan, sin pensar en cómo quedará después.
Por eso bucean y nadan y luego salen empapadas del agua. Da igual todo, sólo son tal y cómo deben ser sin pinturas ni vestimentas.
Y no existen maquillajes a prueba de arena. No hay mejor pintalabios que la sal brillando.
En bikini las mujeres son cómo son cuando se miran al espejo desnudas y se quieren a sí mismas.
Por eso creo que todas estamos obligadas a vestir bikini al menos una vez al año, de la misma manera que otros deben peregrinar a La Meca.
Y adorarnos cómo somos, con cada pedazo de piel, músculo y hueso que es totalmente y maravillosamente imperfecto.
En verano las mujeres deberían sentarse a la sombra y disfrutar de un racimo de uvas. Y no pensar en nada salvo en lo largas que son sus pestañas y sus piernas. Aunque no lo sean.
Eso es lo de menos.
En bikini una mujer siempre debe sentir que es libre, tan libre que no desea otra cosa más que ser feliz.


domingo, 17 de julio de 2011

En su tripa

No todos los padres son iguales. Ella lo supo desde que nació. Cuando él la sostuvo en brazos sintió el miedo a la responsabilidad emanando por los poros e introduciéndose en los suyos.
Así creció. Sabiendo que el hombre que la había traído al mundo no estaba seguro de quererla como, en general, se debe amar a un hijo.
La observaba juguetear en la cuna, preguntándose cómo algo tan diminuto podía crecer tanto.
A veces la tocaba la cabeza despacio, con precaución, no quería que la madre de la criatura le repitiera a gritos que era muy frágil.
Su hija era frágil por ser pequeña, por no saber relacionarse con el mundo, por no poder defenderse. Igual que él.
Pero ella podía llorar y al momento unos brazos cálidos la reconfortarían. Él no sabía llorar.
Nunca había hecho nada bien y este nuevo reto se planteaba como algo imposible.
Entonces ella lloró una vez más y en ese momento mamá no podía acudir.
Instintivamente quiso huir, como siempre había hecho ante los problemas. Como hizo cuando supo que ella estaba embarazada o cuando a principios de mes no volvía a casa durante días.
Huir era la opción más fácil.
En ese momento miró hacia la puerta, se vio a sí mismo saliendo por ella, casi estaba levantándose al mismo tiempo, pero algo cambió.
Algo dentro le obligó a mirarla, como si no pudiera hacer otra cosa.
La observó de manera diferente, sin curiosidad, como si su cuerpo necesitase ir a su lado para calmarla.
Ella le miraba desconsolada, llorando como si todos los males del mundo se hubiesen acomodado en su diminuto corazoncito.
Intentó acariciarla, hacerla reír, pero nada conseguía.
Entonces se dejó llevar.
Cuando mamá entró en la habitación se quedó parada en la puerta, con las manos todavía mojadas de fregar los platos. La imagen que tenía ante ella le llenó los ojos, tanto que dos lágrimas rodaron al unísono por sus mejillas.
Y, mientras tanto, la pequeña ajena al mundo real, dormitaba feliz sobre la tripa de papá, mientras éste, a duras penas, intentaba moverse lo más mínimo, encajonado entre los barrotes, para no romper la cuna que los sostenía a ambos.

martes, 12 de julio de 2011

Ojos de niña

A menudo pensamos que la muerte son dos brazos que sólo atrapan cuando no puedes huir corriendo.
Por eso si sentimos la fuerza en las piernas, no tememos nada. Y corremos veloces, ajenos al paisaje que dejamos atrás, seguros de ser invencibles. De saber que la vida es nuestra.
Así los jóvenes, a menudo, no tememos a nada ni a nadie.
Es ahí fuera, en otros lugares, dónde sí ocurren los accidentes, los problemas, el dolor y la vida se escapa. Pero no aquí, no entre estas cuatro paredes.
Por eso cuando la muerte se adelanta y nos frena en plena salida nos caemos de bruces. Y tenemos miedo.
Nos quedamos petrificados mirando hacia la nada, repitiendo una y otra vez "no puedo creerlo".
Y pensamos que alguien joven jamás debe morir.
No puede morir, pensamos.
Y volvernos a caer en el error de la falsa seguridad.
Proteger la vida es algo sencillo cuando nos enfrentamos a los obstáculos diarios;siempre habrá algunos inevitables, pero en su mayoría no lo son y, por desgracia, son los que más ocurren.
Accidentes de tráfico, abuso de drogas, abusos sexuales, acoso escolar.
No es fácil vivir, claro que no lo es.
Pero ahí está la semilla.
Mire a los ojos a un niño pequeño e imagínelo dentro de diez años. La sensación es confusa, pues sabes que su mente hoy es un bloque de plastilina que se moldea con cada vivencia.
Si le hablas, estarás participando en ello.
No importa si son dos palabras, si les curas una herida en la rodilla o les echas una reprimenda por arrancar las hojas del árbol. Y ahí está la esperanza. Siempre.
La vida tiene un principio y un final. El dolor es inevitable. Nada está escrito y todo tiene un porqué.
No te marees, no temas.
Todo tiene sentido, disfruta del viaje.
Y si en algún momento pierdes el rumbo o la fe, cierra los ojos y ábrelos en el mismo instante en el que tenías cuatro años.
Porque cuando todo parece perdido, la mejor respuesta está en preguntárselo todo de nuevo. Ahí reside la ilusión.