Llevaba mucho tiempo deseando escribir esta entrada. Quiero dedicársela a mi tía Emi, para que sonría como nunca, porque se lo merece. Es un relato que envié a un concurso literario de FECOGA (Federación de Cofradías Gastronómicas) y que ha resultado ganador del segundo premio. Estoy muy ilusionada por ello, y he esperado para poder compartirlo con todo aquél que quiera leerlo. Un abrazo muy fuerte y Feliz Navidad.
Desde otra tierra
Mis padres dicen que nací
con ojos de xana, como las hadas
asturianas, porque solía quedarme así, semidormida, durante días enteros,
dejando escapar una media sonrisa cuando alguien me rozaba la piel. Mis
primeras palabras fueron en un francés suave y agudo, algo que defraudó a mi
abuelo, pues estaba empeñado en que lo primero que dijese fuera “patata”. ¡Qué
obsesión la de este hombre por los tubérculos!” solía decir mi abuela mientras
él me explicaba, sosteniendo uno en la mano, cómo ese alimento había salvado
vidas cuando él tuvo mi edad.
Así crecí en uno de los
barrios más bonitos de París: entre las bicicletas, las mesas de café
diminutas, las clases de gimnasia en los jardines y mi abuelo con el delantal
puesto en la cocina.
Él nunca aprendió francés,
siempre dijo que le daba miedo perder las raíces. Todos nos reíamos de esa idea
tan absurda, “¡nadie olvida un idioma por hablar otro!” le decía yo muy
resabida, pero con los años entendí que su miedo no miraba hacia el futuro, sino
al dolor de un pasado muy complicado.
Por eso me recogía el pelo
en una trenza, despacio, para que no me quedasen mechones fuera y después
corría a su lado, preparada para otra tarde llena de harina en la nariz, de
aceite en los pantalones y el olor a los centenares de condimentos que usábamos
casi sin pensar. De sus sentidos conocí cómo se puede calentar la leche con las
manos, cómo se descubre si sobra sal sin usar el gusto o a calibrar los gramos
contando con el olor.
Él intentaba llevarme con
sus platos a su verdadera tierra, ese lugar del que casi no se hablaba en casa
porque mis padres no lo conocían, pero que mi abuelo se empeñaba en no olvidar.
“¿Hablas
del país de la xanas, abuelo?”, le
preguntaba yo y él me respondía que no sólo era de ellas, también era el país
del sol, de la mar salvaje, de las tierras húmedas y verdes, que según
desciendes se vuelven llanas leonesas, amarillas manchegas y llenas de matices
en todas sus partes. Y, por supuesto, siempre había algo que comer en todas
ellas.
Una
tarde de septiembre mi abuelo me llevó a ver a unos amigos suyos, pintores,
cerca de una iglesia preciosa, blanca impoluta. Estuvimos vagando por la plaza,
disfrutando de los trazos, del detalle, de la concentración. Él me susurraba al
oído que la pintura es como la gastronomía: todo se hace con pasión y cuidado,
por eso cada obra de arte lleva un poco de alma de quién la crea.
Para
mí aquella frase fue grandiosa y aún hoy se me eriza la piel cuando le veo
agachándose hacia mí, emanando aquel olor a cebolla y ajo tan peculiar.
Ya
íbamos a marcharnos a casa cuando otro anciano, más o menos de su edad, se
acercó con paso rápido y le abrazó por detrás. Era un viejo amigo, también
español. Hablaron durante mucho tiempo, lloraron juntos y yo mientras los
observaba maravillada.
Antes
de irse le dio a mi abuelo algo metido dentro de un papel de aluminio y después
se despidió. Durante el camino de vuelta no dijimos nada, le veía demasiado
sensible cómo para estropear aquello que su mente le estaba recordando.
Esa
noche se acostó pronto, ni siquiera vino a darme las buenas noches. Me sentí
traicionada, como si para él yo no fuera de suficiente confianza. Entonces, de
madrugada, apareció en mi habitación y me dijo que le acompañase afuera.
Una
vez sentados los dos en la terraza sacó el paquete de aluminio. Al tenerlo
cerca vi que olía fuerte, olía cómo él, aunque un poco extraño.
“¿Qué
es?” le pregunté. Él sonreía con un brillo especial en la mirada.
“Se
llama sabadiego; intenta pronunciarlo francesita, sabadiego, se dice sabadiego.
Es un chorizo de mi tierra, de mi hermosa tierra. Llevo más de media vida
esperando volver a probarlo. Creí que moriría sin hacerlo”
Entonces
lo sacó y, con un poco de pan, fuimos devorándolo lentamente, disfrutando de
cada pedazo. Nunca había sentido tanto respeto por algo como aquella vez. Lo
comí como si fuera el manjar más preciado que existiese en la tierra,
saboreando su fragancia en el paladar y enlenteciendo el tiempo, para que no
terminase nunca. Fue tan emotivo que se me escaparon las lágrimas y él dejó a
un lado todo y me abrazó.
Han
pasado muchos años desde aquello y, ahora, cuando veo a mi hija dormir en su
cuna, con los ojos entrecerrados y la media sonrisa, sin que nadie me vea me la
llevo a la cocina, la coloco entre paños y dejo que el olor la absorba y la
llene, para que nunca pierda la esencia de nuestras raíces.