viernes, 23 de diciembre de 2011

Desde otra tierra


Llevaba mucho tiempo deseando escribir esta entrada. Quiero dedicársela a mi tía Emi, para que sonría como nunca, porque se lo merece. Es un relato que envié a un concurso literario de FECOGA (Federación de Cofradías Gastronómicas) y que ha resultado ganador del segundo premio. Estoy muy ilusionada por ello, y he esperado para poder compartirlo con todo aquél que quiera leerlo. Un abrazo muy fuerte y Feliz Navidad.

Desde otra tierra
Mis padres dicen que nací con ojos de xana, como las hadas asturianas, porque solía quedarme así, semidormida, durante días enteros, dejando escapar una media sonrisa cuando alguien me rozaba la piel. Mis primeras palabras fueron en un francés suave y agudo, algo que defraudó a mi abuelo, pues estaba empeñado en que lo primero que dijese fuera “patata”. ¡Qué obsesión la de este hombre por los tubérculos!” solía decir mi abuela mientras él me explicaba, sosteniendo uno en la mano, cómo ese alimento había salvado vidas cuando él tuvo mi edad.
Así crecí en uno de los barrios más bonitos de París: entre las bicicletas, las mesas de café diminutas, las clases de gimnasia en los jardines y mi abuelo con el delantal puesto en la cocina.
Él nunca aprendió francés, siempre dijo que le daba miedo perder las raíces. Todos nos reíamos de esa idea tan absurda, “¡nadie olvida un idioma por hablar otro!” le decía yo muy resabida, pero con los años entendí que su miedo no miraba hacia el futuro, sino al dolor de un pasado muy complicado.
Por eso me recogía el pelo en una trenza, despacio, para que no me quedasen mechones fuera y después corría a su lado, preparada para otra tarde llena de harina en la nariz, de aceite en los pantalones y el olor a los centenares de condimentos que usábamos casi sin pensar. De sus sentidos conocí cómo se puede calentar la leche con las manos, cómo se descubre si sobra sal sin usar el gusto o a calibrar los gramos contando con el olor.
Él intentaba llevarme con sus platos a su verdadera tierra, ese lugar del que casi no se hablaba en casa porque mis padres no lo conocían, pero que mi abuelo se empeñaba en no olvidar.
“¿Hablas del país de la xanas, abuelo?”, le preguntaba yo y él me respondía que no sólo era de ellas, también era el país del sol, de la mar salvaje, de las tierras húmedas y verdes, que según desciendes se vuelven llanas leonesas, amarillas manchegas y llenas de matices en todas sus partes. Y, por supuesto, siempre había algo que comer en todas ellas.
Una tarde de septiembre mi abuelo me llevó a ver a unos amigos suyos, pintores, cerca de una iglesia preciosa, blanca impoluta. Estuvimos vagando por la plaza, disfrutando de los trazos, del detalle, de la concentración. Él me susurraba al oído que la pintura es como la gastronomía: todo se hace con pasión y cuidado, por eso cada obra de arte lleva un poco de alma de quién la crea.
Para mí aquella frase fue grandiosa y aún hoy se me eriza la piel cuando le veo agachándose hacia mí, emanando aquel olor a cebolla y ajo tan peculiar.
Ya íbamos a marcharnos a casa cuando otro anciano, más o menos de su edad, se acercó con paso rápido y le abrazó por detrás. Era un viejo amigo, también español. Hablaron durante mucho tiempo, lloraron juntos y yo mientras los observaba maravillada.
Antes de irse le dio a mi abuelo algo metido dentro de un papel de aluminio y después se despidió. Durante el camino de vuelta no dijimos nada, le veía demasiado sensible cómo para estropear aquello que su mente le estaba recordando.
Esa noche se acostó pronto, ni siquiera vino a darme las buenas noches. Me sentí traicionada, como si para él yo no fuera de suficiente confianza. Entonces, de madrugada, apareció en mi habitación y me dijo que le acompañase afuera.
Una vez sentados los dos en la terraza sacó el paquete de aluminio. Al tenerlo cerca vi que olía fuerte, olía cómo él, aunque un poco extraño.
“¿Qué es?” le pregunté. Él sonreía con un brillo especial en la mirada.
“Se llama sabadiego; intenta pronunciarlo francesita, sabadiego, se dice sabadiego. Es un chorizo de mi tierra, de mi hermosa tierra. Llevo más de media vida esperando volver a probarlo. Creí que moriría sin hacerlo”
Entonces lo sacó y, con un poco de pan, fuimos devorándolo lentamente, disfrutando de cada pedazo. Nunca había sentido tanto respeto por algo como aquella vez. Lo comí como si fuera el manjar más preciado que existiese en la tierra, saboreando su fragancia en el paladar y enlenteciendo el tiempo, para que no terminase nunca. Fue tan emotivo que se me escaparon las lágrimas y él dejó a un lado todo y me abrazó.
Han pasado muchos años desde aquello y, ahora, cuando veo a mi hija dormir en su cuna, con los ojos entrecerrados y la media sonrisa, sin que nadie me vea me la llevo a la cocina, la coloco entre paños y dejo que el olor la absorba y la llene, para que nunca pierda la esencia de nuestras raíces.

No hay comentarios: