domingo, 17 de julio de 2011

En su tripa

No todos los padres son iguales. Ella lo supo desde que nació. Cuando él la sostuvo en brazos sintió el miedo a la responsabilidad emanando por los poros e introduciéndose en los suyos.
Así creció. Sabiendo que el hombre que la había traído al mundo no estaba seguro de quererla como, en general, se debe amar a un hijo.
La observaba juguetear en la cuna, preguntándose cómo algo tan diminuto podía crecer tanto.
A veces la tocaba la cabeza despacio, con precaución, no quería que la madre de la criatura le repitiera a gritos que era muy frágil.
Su hija era frágil por ser pequeña, por no saber relacionarse con el mundo, por no poder defenderse. Igual que él.
Pero ella podía llorar y al momento unos brazos cálidos la reconfortarían. Él no sabía llorar.
Nunca había hecho nada bien y este nuevo reto se planteaba como algo imposible.
Entonces ella lloró una vez más y en ese momento mamá no podía acudir.
Instintivamente quiso huir, como siempre había hecho ante los problemas. Como hizo cuando supo que ella estaba embarazada o cuando a principios de mes no volvía a casa durante días.
Huir era la opción más fácil.
En ese momento miró hacia la puerta, se vio a sí mismo saliendo por ella, casi estaba levantándose al mismo tiempo, pero algo cambió.
Algo dentro le obligó a mirarla, como si no pudiera hacer otra cosa.
La observó de manera diferente, sin curiosidad, como si su cuerpo necesitase ir a su lado para calmarla.
Ella le miraba desconsolada, llorando como si todos los males del mundo se hubiesen acomodado en su diminuto corazoncito.
Intentó acariciarla, hacerla reír, pero nada conseguía.
Entonces se dejó llevar.
Cuando mamá entró en la habitación se quedó parada en la puerta, con las manos todavía mojadas de fregar los platos. La imagen que tenía ante ella le llenó los ojos, tanto que dos lágrimas rodaron al unísono por sus mejillas.
Y, mientras tanto, la pequeña ajena al mundo real, dormitaba feliz sobre la tripa de papá, mientras éste, a duras penas, intentaba moverse lo más mínimo, encajonado entre los barrotes, para no romper la cuna que los sostenía a ambos.

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