martes, 12 de julio de 2011

Ojos de niña

A menudo pensamos que la muerte son dos brazos que sólo atrapan cuando no puedes huir corriendo.
Por eso si sentimos la fuerza en las piernas, no tememos nada. Y corremos veloces, ajenos al paisaje que dejamos atrás, seguros de ser invencibles. De saber que la vida es nuestra.
Así los jóvenes, a menudo, no tememos a nada ni a nadie.
Es ahí fuera, en otros lugares, dónde sí ocurren los accidentes, los problemas, el dolor y la vida se escapa. Pero no aquí, no entre estas cuatro paredes.
Por eso cuando la muerte se adelanta y nos frena en plena salida nos caemos de bruces. Y tenemos miedo.
Nos quedamos petrificados mirando hacia la nada, repitiendo una y otra vez "no puedo creerlo".
Y pensamos que alguien joven jamás debe morir.
No puede morir, pensamos.
Y volvernos a caer en el error de la falsa seguridad.
Proteger la vida es algo sencillo cuando nos enfrentamos a los obstáculos diarios;siempre habrá algunos inevitables, pero en su mayoría no lo son y, por desgracia, son los que más ocurren.
Accidentes de tráfico, abuso de drogas, abusos sexuales, acoso escolar.
No es fácil vivir, claro que no lo es.
Pero ahí está la semilla.
Mire a los ojos a un niño pequeño e imagínelo dentro de diez años. La sensación es confusa, pues sabes que su mente hoy es un bloque de plastilina que se moldea con cada vivencia.
Si le hablas, estarás participando en ello.
No importa si son dos palabras, si les curas una herida en la rodilla o les echas una reprimenda por arrancar las hojas del árbol. Y ahí está la esperanza. Siempre.
La vida tiene un principio y un final. El dolor es inevitable. Nada está escrito y todo tiene un porqué.
No te marees, no temas.
Todo tiene sentido, disfruta del viaje.
Y si en algún momento pierdes el rumbo o la fe, cierra los ojos y ábrelos en el mismo instante en el que tenías cuatro años.
Porque cuando todo parece perdido, la mejor respuesta está en preguntárselo todo de nuevo. Ahí reside la ilusión.

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