martes, 27 de septiembre de 2011

Dabeliú

En alguna de esas casas alguien celebra un gol. Su voz se oye desde la esquina y se pierde bajo las luces de cuatro farolas mal puestas. Esta noche no es ni fría ni calurosa. Es solo una noche más de septiembre y Dabeliú tiene sed.

Ha llorado tanto que ahora necesitaría beber todo el agua del Sena para poder paliar su necesidad fastuosa, su sofocante ahogo, su horrible angustia. También ha perdido tanta sal que su cabeza comienza a dar vueltas y sus ojos ven formas extrañas en lugar de transeúntes deseosos de llegar al hogar.

Dabeliú ha llorado tanto que se le ha olvidado porqué lo hacía.
Y ahora vaga por los adoquines contando las líneas que salen de las punteras de sus botas rojas.
De vez en cuando da punta piés contra el aire, como si intentase dar un toque de normalidad a la escena surrealista que la acompaña.
Entonces ve a lo lejos una luz sobre las montañas y, frente a ella, un camino de tierra en mitad de la ciudad.
Cuando Dabeliú despertó, en su cama de esquinas doradas y almohadas de satén, dejó de tener miedo.



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