viernes, 10 de diciembre de 2010

Paule

Eran personas en un sala. Podrían ser personas totalmente normales, podrían ser asesinos o amigos charlando.
Paule era la más joven. Su historia era de las más graves, por eso cuando Yun la observaba sentía verdadera lástima por ella.
Luego estaba él, el hombre corpulento, ese que tenía una mancha negra en la mejilla.
Y los demás.
Todos, igualmente, estaban algo tristes aquella mañana.
Cuando la anciana Ms. Elles entró se levantaron, con sonrisas ensayadas y movimientos sincronizados.
Se sentaron cuando ella lo hizo.
A su pregunta de cómo se encontraban aquel día de primavera ninguno respondió, no tenían ganas.
Era común. Así empezaban las sesiones, primero silencios inapetentes y luego monosílabos que dejaban paso a dos horas de intensa conversación, dónde unos siempre intentaban tener protagonismo y otros sencillamente escuchaban.

El anciano Josef repetía de nuevo cómo la última semana había estornudado y tosido durante días enteros por culpa de las gramíneas, el polvo, los olivos del paseo de su calle, el pelo del gato de su vecina, el pelo del hámster de su nieta y el pelo del hurón del joven al que le alquilaba el piso.
Después, una mujer de mediana edad asentía satisfecha al explicarles cómo ella luchaba día a día con su alergia a todos los alimentos conocidos: frutas rosáceas, rutáceas y exóticas, carnes de cerdo y de ave, leche y cereales y por supuesto, mariscos y frutos secos.
- Es cuestión de luchar contra los obstáculos y no dejar que ellos te puedan derrotar - afirmaba.
Entonces el hombre de la mancha negra en la cara solía bufar, cambiando de postura y decir algo pesimista, bien porque así lo sentía o bien por fastidiarla.
Aunque ella nunca solía picar de su anzuelo.
Entonces Yun hacía desvanecerse a la tensión con sus chistes sobre sus propias experiencias, sobre cómo descubrió su alergia al látex y cómo, desde entonces, fregar platos y hacer el amor eran para él actividades muy entretenidas.
Todos reían en ese momento, incluso Paule.
Ella era de las que escuchaba y evitaban hablar. Su historia era peculiar y triste, tanto que veía muy lejos el día en que pudiera bromear sobre ello. Seguramente nunca podría.
El hombre de la mancha en la cara lo entendía muy bien, por eso cuando le preguntaron qué le había traído allí sólo respondió: si me da el sol, me muero.
Y desde ese momento la gente del grupo dejó de fijarse en su piel, totalmente cubierta de manchas marrones, mucho más grandes según iban ascendiendo por su cuello y su cara.
Y así, cuando vio que Paule no quería hablar, le puso la mano en el hombro y la tranquilizó.
Al acabar la sesión todos se despidieron y la anciana Ms. Elles pidió a Paule que se quedara un momento.
- Has estado callada - le dijo con su voz de abuela.
- No tengo ganas de hablar hoy - respondió.
- ¿Por algo que quieras compartir conmigo? - preguntó esta vez.
- Ayer Jady estuvo llorando toda la noche y no pude cogerlo en mis brazos.
- Entiendo...¿quieres que hablemos de ello? - insistió.
- No, es tarde, tengo ganas de volver a casa.

La clínica cerró, como cada viernes y Paule volvió a casa.
Iba tranquila, el tiempo allí era seco todo el año.
Cuando llegó a a casa la esperaba su marido, sonriente, con el pequeño en brazos.
- Mira Jady quién está aquí - susurró.
Y el pequeño pataleó entusiasmado al ver a su madre, extendiendo su brazos regordetes hacia ella.
- Hola mi vida...

Para Paule lo peor de su historia no era tener prohibido beber agua ni zumos de frutas.
No era la única ducha permitida a la semana, de diez segundos.
Ni si quiera el momento en el que le dijeron que la causa había sido una sobredosis de penicilina, que era algo muy poco común, sólo lo padecían 30 o 40 personas en el mundo.
No pensaba en el momento en que, al salir de la ducha aquel día, su cuerpo enrojeció entero y cayó al suelo, postrada por el dolor y el picor.

No.
Lo peor de su historia era mirar al pequeño Jady y saber que cuando él más la necesitaba no podía acudir, pues sus lágrimas no sólo le hacían daño en el alma, sino también en la piel.

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