martes, 24 de mayo de 2011

Siglo dieciseis

Con la última gota de tinta selló sus palabras. Después dobló cuidadosamente otra hoja para hacer con ella un sobre, mientras la carta se secaba. Ningún sonido le acompañaba aquella noche.
Antes, mucho antes, ella se habría deslizado descalza a través de la otra puerta y le habría observado silenciosa desde la penumbra. Entonces algo, un ruido seco del suelo de madera o el sutil tintineo de sus pendientes, la habrían delatado.
Y ninguno de los dos habría evitado otra madrugada de desvelo.
Ahora él terminaba siempre sus tareas antes de lo previsto y podía dar un largo paseo por la finca acompañado de nadie.
Así podía deleitarse viendo como el cielo impenetrable se alzaba negro y profundo, ni una nube, ninguna estrella. Parecía como si ella se las hubiera llevado todas en su pelo.
El lago ya no tenía vida, los árboles no daban frutos.
Los peces y las abejas habían huido con sus lazos y vestidos.
La casa ya no se encendía con pequeños farolillos al caer la tarde, la oscuridad se extendía por todas partes. Incluso las luciérnagas se habían marchado.
El coche de caballos sólo hacía un viaje al día, para llevarle a la ciudad a tasar artículos nuevos. Antes iba y venía sin cesar, porque se necesitaban muchas vueltas para traer todo lo que ella compraba.
Incluso en la ciudad los rostros no le miraban, ya no la llevaba del brazo.

Una mañana la vio en la plaza. Su fragancia inimitable atrapaba las narices de niños y mayores, envolviendo el ambiente. Su cabello castaño le caía por los hombros semidesnudos y un vestido blanco de encaje dibujaba su torso y le cubría los pies. Sus ojos azules brillaban con los primeros rayos de sol salpicándole la piel.
Ella también le vio y no pudo contener las lágrimas.
En vano él intentó girarse y huir, para evitar hablarla, pero ya le había alcanzado y con su mano izquierda le rozaba la cara.
Melodiosamente intentó pronunciar algo, algunas palabras, pero él la interrumpió:
- No, no digas nada
Entonces la joven bajó la vista, aún llorando y desconsolada se marchó.

Él volvió a montarse en su coche de caballos. Volvió a casa. Volvió al silencio, a las habitaciones vacías. Desde su ventana miró al horizonte, sereno. Instintivamente se llevó la mano a la mejilla que horas antes ella había acariciado. Luego encendió un puro, dio una profunda calada y exhaló tres bocanadas de humo.
Entonces se sentó en la mesa y escribió una carta. Una misiva que no tendría destinatario, pero sí estaba dirigida a alguien. A ella. Le decía cuánto la amaba y cuánto la echaba de menos, pero también le recordaba porque jamás podría perdonarla.
Todavía la veía enfrente de él, intentando hablarle, incluso podía sentirla allí mismo, como si todavía estuviera delante de él esperando algo.

- Lo más triste no fue perderte, sino darme cuenta de que no te echaba de menos - y acto seguido apagó la vela.

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