sábado, 26 de noviembre de 2011

Marina

Marina era tímida, pero sabía lo que quería.
La primera vez que lo vio fue en el tren de camino a la ciudad y, sin saber porqué, supo que lo odiaba.
Miraba a las jóvenes como ella con sonrisa lasciva, chupándose el labio inferior y luego sacaba un cigarro del bolsillo, para hacer más corta la espera.
Tras un mes de encuentros parecidos, dónde ella pasaba desapercibida entre los pasajeros y él se quedaba en primera fila, oteando a lo lejos en busca del color naranja y azul de la cabina,
descubrió que no sólo vivían en el mismo pueblo, sino también en el mismo barrio.
Compartían tren, autobús y los 10 minutos de paseo por la acera.
Ella vivía en el bloque de pisos del portal número 45.
Él en el chalet de enfrente.
Por eso pasó de de ser "el tío asqueroso de mi tren" a "el vecino asqueroso de enfrente".
Cuando Marina quedaba con sus amigas al terminar la semana, solían reírse de sus comentarios, imaginándole como un hombre loco que perseguía a la gente.
Ella no se ofendía con sus gracias, pero se reafirmaba en la creencia de que no le gustaba nada y había algo horrible en él.
Un día estaba estudiando y oyó un ruido de ladridos afuera. Al asomarse vio cómo una mujer mayor entraba en el patio del chalet de enfrente.
Era un casa pequeña con un patio muy amplio, dónde los árboles crecían por doquier, impidiendo que nada pudiera verse desde fuera, excepto un pequeño rincón dónde nacía la escalerilla de la puerta de la cocina.
Muchas veces le había visto allí sentado, solo, fumando un cigarro tras otro. Para luego desaparecer dentro de la casa y no dar más señales de vida.
Aquel día el patio se llenó con cinco cachorros y una perra sin raza. La mujer los dejó allí y se fue por dónde había venido.
Él cogió una caja, la dejó bajo el hueco de la escalerilla y fue metiendo uno a uno a los perrillos dentro, como si estuviera amontonando ladrillos.
Después se giró y fue hacia la perra grande. Aún siendo sin raza era bonita, marrón y negra, con hocico largo y ancho. La acarició las orejas despacio, mientras ella lo miraba tensa, preocupada por lo que fuera a pasar con sus cachorros.
Marina presentía algo desde la ventana, algo que la invita a huir de allí. Desde su posición no acertaba a ver nada de lo que estaba pasando, sólo el espacio vacío de la escalerilla.
Quiso correr la cortina y marcharse, pero sus ojos estaban clavados.
Mientras tanto, él sonreía mirando hacia abajo, con su gesto lascivo, viendo cómo el animal sacaba de la caja a sus pequeños, que casi se estaban ahogando amontonados.
Pasado un rato decidió entrar de nuevo en la casa. Con paso lento se acercó a la escalerilla.
Marina pudo ver su pelo canoso brillando con los últimos rayos de sol.
Entonces uno de los cachorritos apareció en la escena, trotando torpemente sobre sus cuatro patas.
Moviendo su rabito, hipnotizado por el andar del hombre, intentó trepar por el primer escalón de la escalera.
A duras penas consiguió pasarlo, ante la mirada continua de él, que se había percatado de su presencia.
Marina sintió una punzada el pecho.
- No, no serás capaz... - dijo en voz baja, mientras la temblaban las piernas.
Y acto seguido se llevo las manos a la boca, con los ojos en blanco, con el corazón totalmente parado.
La puerta de la cocina de aquel chalet se había cerrado, y fuera en el patio sólo quedaban una perra y sus cinco cachorros, uno de ellos gimoteando malherido contra la verja.
La patada que le había propinado aquel monstruo había sido indescriptible.
Una escena con tanto odio y repulsión no puede ser descrita, no hay adjetivos suficientes.
Sólo quedó en el ambiente el sonido del corazón de Marina, latiendo de golpe, a mil por hora.

Aquella noche no pudo dormir bien.
Y a la mañana siguiente, antes de irse miró por su ventana, pero no pudo ver nada a través de los árboles.
Los días posteriores pasaron de una forma lenta e insidiosa.
Y así pudo descubrir que en el patio sólo quedaban una perra y cuatro cachorros, el último no había sobrevivido al traumatismo.

Un día, cercano ya a la Semana Santa, a estación estaba llena de gente.
Marina lo vio. Hacia mucho tiempo que no se encontraban.
Ella volvió a pasar desapercibida, él de nuevo oteaba en la orilla del andén, esperando.
A lo lejos se oyó el ruido de una máquina acercándose.
Los pasajeros bostezaban, ya era la hora.
Unos brazos delgados y firmes aparecieron de la nada.
El tren llegó, pero nadie pudo llegar aquella mañana a su trabajo.

Cuando Marina volvió a casa su madre se quedó atónita al enterarse de la noticia.
Un hombre se había suicidado en la estación.
Ella no quiso hablar del tema, se excusó diciendo que tenía muchos apuntes atrasados.
Antes de sentarse, miró por la ventana. En el chalet de enfrente unos policías inspeccionaban a través de la valla.
Marina se colocó en su escritorio y sacó los libros.
Hacia calor.
Se arremangó la camisa, dejando al descubierto sus brazos. Delgados.
Delgados.
Pero firmes.

1 comentario:

Ana dijo...

Dicen que un maltratador es el que maltrata… a su perro en primer lugar, a sus hijos, a su mujer… el que maltrata con su mirada, con sus pasos, con sus palabras… el que produce miedo.
Quizás un maltratador es así porque también se maltrata así mismo… ojala empezara siempre por sí mismo…

Ana