sábado, 16 de enero de 2010

Volar


Dicen que los humanos no podemos volar, qué gran mentira.
Sabemos, es la única habilidad con la que nacemos.
Por eso cuando estamos en la cuna, recién nacidos, nos movemos inquietos, nos pican las alas.
Son diminutas, tan frágiles como un copo de nieve y tan pequeñas como un grano de arena.
Y tan transparentes como el agua.
Y con unas pocas horas de vida es la única cosa que sabemos: que podemos volar.
Por eso lloramos incansables para que nos dejen.
Pero nadie lo entiende.
Por eso cuando a un bebé le cogen mueve los brazos pidiendo eufórico que le lancen para que pueda planear por el techo de la habitación.
Pero no le lanzan.
Por eso, antes de cumplir el primer año, se olvida.
El bebé olvida que es capaz de hacerlo y se resigna a caminar con las piernas y ese rollo de primero un paso y luego otro.
Cuando dice su primera palabra ya no siente las alitas, pero siguen ahí.
Sabe volar, sabe cómo impulsarse, cómo dejar el peso en un lado del cuerpo para girar, cómo colocar los brazos para cortar el viento, cómo mover el vientre para cambiar la presión del aire.
Pero no recuerda que lo sabe.
Y crece creyendo que los aviones, los ala delta y los helicópteros son la única vía para sentir el cielo.
Si al menos uno sólo de los recién nacidos consiguiese volar,
todos recordaríamos cómo se hace.

En eso reside la salvación del mundo,
en prestar más atención a los niños
para que ellos nos descubran los secretos de la vida.
Para que ellos nos hagan recordar lo olvidado.

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