miércoles, 15 de septiembre de 2010

Denia II

Hoy Denia no ha despertado.
El sol entró cauteloso en la estancia, arrastrando los rayos sus barrigas contra el suelo, reptando hasta la otra pared, salpicándola de colores ocres.
Otras mañanas, otros días, la otra pared se pintaba como la arena y así, en el inicio de la función matinal, ella abría los ojos.
Se despertaba silenciosa, siempre esperando qué movimiento le mostraría cuánto le dolía el alma hoy.

Pero hoy Denia se ha marchado.
Ayer noche ya lo sabía, lo notaba por dentro. Su cuerpo le daba las señales oportunas. Lo supo y su primer impulso fue no decirlo. Por primera vez después de tanto tiempo de lucha, tuvo verdadero miedo.
Todo aquello que había pasado la había asustado, desde la primera noticia de la enfermedad, pasando por cada sesión de tratamiento y acabando en la certeza de que no había más que hacer, pero entonces no temió tomar decisiones. Ahora que sabía que llegaba el momento, no estaba segura de qué quería.
Sólo sabía que ya no podía seguir luchando.
Era tarde, los niños ya dormían. Sólo su marido estaba sentado a su lado.
Le miro despacio, con los ojos tan llenos de amor que podían oirse los latidos tras cada parpadeo.
Le recorrió con la mirada, intentando memorizarle entero, como si de esa forma estuviera quedándose con él y lo guardase para siempre en su cabeza.
- Es lo único que puedo llevarme de ti - pensó.
Él pareció escucharla. A veces ocurre, el amor es algo más dependencia y necesidad, es una energía fluyendo entre cuerpos. Él la miró de repente, como si intuyera lo que ella estaba escondiendo.
- ¿Cómo te encuentras?
No respondió.
A menudo los silencios son las palabras más sinceras.
Con un movimiento apartó la silla y se arrodilló junto a la cama. Sus ojos castaños brillaban húmedos y sus manos olían a té verde.

- ¿Te acuerdas de cuándo fui a verte a París?...no te lo esperabas y encima me perdí. Pensaba que así te demostraría que no era un paleto de pueblo, que podía viajar solo...estaba tan enamorado...
Y al final tuve que llamarte porque me daba miedo equivocarme al coger el tren. Yo, tan modosito y orgulloso, con mi maleta, la de mi hermana Paula ¿te acuerdas? y tú apareciste...preciosa, con ese jersey de cuello vuelto que te regalé por tu cumpleaños, con el pelo suelto y tus rizos cayendo por tu espalda, riéndote como loca, histérica al verme.
Toda la estación de Austerlitz se paró cuando entraste.
Denia sonrió. De repente una lágrima surcó su mejilla.
- ¿Sabes? En ese momento, cuando entrabas por la puerta principal, sentí pánico. Te vi tan viva, tan grande, tan llena, que pensé que yo era demasiado pequeño para contenerte. Nunca pasé tanto miedo como esos segundos en los que te acercaste a mí. Realmente pensé que sería infeliz a tu lado, siempre preguntándome si era suficiente para ti.
Denia intentó decir algo, pero él siguió hablando.
- Pero entonces te pusiste frente a mí, mirándome a los ojos. Me sonreíste infantil y después me dijiste que no tenías palabras...me dijiste "¡Me has dejado sin palabras!"... y después me abrazaste, repitiendo una y otra vez que yo era tu vida.
Jamás volví a sentir miedo de perderte...hasta hoy.

Los segundos se convirtieron en minutos y los minutos en horas.
Ambos sabían que aquello no era la estación, pero igualmente ella iba a coger un tren y debía viajar sola.
Se cogieron de las manos, de los brazos. Se miraron y lloraron. Se amaron.
Se dijeron todo lo que ya sabían y se perdieron en recuerdos.
Intentaron hacerse eternos, por si acaso vencían esa batalla.
En un momento, Denia recordó la canción que había escuchado de joven, cuando estudió en París, lejos de su familia y lejos de él. Una canción que les unió para siempre. Emocionada se lo dijo y él le cantó algunas frases.
Ya entrada la madrugada, él llevó a los pequeños junto a mamá.
Cuatro cabezas castañas y rubias se metieron en la cama con ella y la abrazaron. Ninguno entendía porqué papá les había echo ir allí a esas horas, pero no se quejaron. De alguna manera sentían que ella les necesitaba.
- Estás cansada mamá.
Y la niña pasó su manita por el rostro de Denia.
Aquella madrugada todos hablaron en silencio. Cuando uno sentía ganas de llorar rápidamente era asaltado por un ataque de abrazos o papá decía algo divertido y todos reían.
Así, cuando mamá se fue, los niños sólo la vieron cerrar los ojos y dormir, pero sintieron que sus corazones crecían en tamaño, llenándose de algo que emanaba de ella.
Sólo papá notó como su corazón se hacía pequeño.

Antes de morir Denia recordó las palabras de su médico, en una de las visitas del último mes.

"La vida es efímera, es biología. Somos vida y somos frágiles. Nuestras células viven para mantenernos vivos, pero ellas mismas se olvidan de nosotros, así funciona. Somos nosotros los que añadimos la esperanza y la desesperación. Pero eso también es vida y yo me quedo con lo segundo. No temas. La muerte no es un momento, es un proceso."

Por eso Denia no tuvo miedo a morir, ya lo había estado haciendo. Poco a poco fue muriendo despacio, pero no agonizó. Disfrutó de la vida y ésta fue dándole la mano a la Parca durante el final del camino.

Hoy Denia no ha despertado. Los pequeños le dijeron a papá que mamá estaba dormida, que no hiciese ruido. Después le preguntaron porqué él estaba llorando.
En ese momento supo que su cuerpo estaba sobre la cama, pero su alma se había repartido en cuatro corazones.
Lo supo, porque al mirarles a los ojos pudo oír los mismos latidos...tras cada parpadeo.


Cerró los ojos, pensando en todo lo que venía por delante. En la propia vida que se alzaba gigante a lo lejos. Ese futuro en el que ella ya no aparecía. De repente vino a su cabeza una frase, una canción demasiado especial, una verdad acompañada de música... "Here I am, here I am waiting to hold you..." y tras darle las gracias a Denia, comenzó a cantársela a sus hijos.


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