lunes, 22 de diciembre de 2008

Todos podemos ser Anfélixas


Un día Anfélixas se despertó de repente, todavía no eran ni las 7 de la mañana. Había tenido un sueño muy diferente a los usuales, tanto era así, que sin mediar palabra con las ardillas que dormían sobre el lecho, pegó un salto y corrió a llenar de ropa una maleta.

Después metió en zurrones toda la fruta que encontró y también nueces, almendras, castañas y pasas. Sabía que no hacía falta llevar agua encima.

Antes de que las gentes de la pequeña masía despertaran, Anfélixas salió en silencio, avanzando cauteloso entre la hierba, con su gorro de lana metido hasta las narinas, al que, minutos antes, le había recortado dos trozos para convertirlo en una especie de pasamontañas.

Su barba blanca le servía de bufanda y las dos manoplas de cocina, como guantes.

Cuando llegó al final del claro, donde ya empezaba a extenderse el bosque se giró con lágrimas en los ojos, para despedirse. Y sus ardillas, todavía adormiladas sobre el lecho, se preguntaron unas a otras si realmente aquel viejo de 99 años lo conseguiría.


Mientras caminaba recordaba el instante en el que aquel joven de bata blanca le decía, muy apenado, que Anfélixas padecía una enfermedad incurable. En ese momento, sólo pudo ser consciente de que le estaban dando un margen de vida, como si alguien acabase de encender un reloj que funcionaba hacia atrás. "Vivirás un año, Anfélixas, no podemos hacer nada por ayudarte"

Quizás fue la suerte, el Espíritu Santo o la propia personalidad que había forjado durante toda su vida, pero está claro que algo había en él que le obligó a no rendirse.

Aquel año de vida se extendió a dos y a tres y a cuatro...así hasta 79 años.

Pues aquel muchacho de 20 años decidió, como propósito, mantenerse vivo costase lo que costase.

Y emigró a las montañas dejando los medicamentos en la ciudad. Se transplantó árboles y flores en cada órgano de su cuerpo, bebió leche recién ordeñada y cambió la sesiones en el hospital por largos paseos junto al lago, por el tacto de una piedra fría, por aprender a hablar con la niebla y cada animal que atreviese a no temer al ser humano.

Y así vivió 79 años, levantándose cada día pensando que podría ser el último.

Encontró el amor y lo vivió con intensidad, recordándole a su amada, cada mañana y cada noche, que ella era su propia vida.

Pero aquella mañana, cuando le asaltó un sueño diferente a los demás, Anfélixas descubrió que durante esos 79 años se había equivocado, pues sí, había vivido, habia vencido al destino, pero le faltaba algo.

Mientras caminaba entre los árboles sentía una ola de protección, sabía que todos ellos le animaban a continuar.

Su primera parada, después de meses de fatigas y mucho sueño, fue el Polo Norte y una vez allí comenzó a rellenar todos los agujeros que se estaban produciendo por la subida de la temperatura, echaba agua y esperaba a que se congelase. Poquito a poquito los icebergs volvieron a crecer y Anfélixas continuó su camino.

Después llegó a la Selva tropical y allí repobló con cientos de semillas distintas todos los árboles y pequeñas plantas que otros habían talado.

Y poco a poco los animales volvieron a su hogar.

Más tarde, siguió caminando hasta visitar todos los grandes océanos y los recorrió uno a uno, limpiando la basura que los cubría.

Cuando Anfélixas regresó a casa, todo el mundo le preguntó que dónde había estado.

Él sólo respondió que había ido a terminar de curarse.


Una semana después fue su cumpleaños.

Cuando su mujer, sus hijos, sus nietos y bisnietos se acercaron a felicitarle, él sólo pudo sonreír y sujetando con su mano una pluma escribió "Llevadme al bosque"

Entre todos le llevaron, las mujeres lanzaban flores, los hombres tocaban flautas y gaitas y los jóvenes entonaban sus cantos.

Cuando llegaron al comienzo del claro le dejaron sobre el suelo.

Anfélixas dio las gracias y se quedó allí, para siempre.


Pues la Tierra, en un momento de gratitud, le había entregado el mejor de los regalos,

formar parte de ella.


Si algún día pasas por aquella masía, verás a los niños jugar entre las raíces de una gran secuoya, si les preguntas que árbol es, te responderán que no es un árbol.




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