martes, 7 de abril de 2009

Embarcamos...


Era un día de esos en los que las nubes le roban el sitio al sol y éste,
como ese niño pequeño que solloza para pedir compasión,
deja que sus rayos se cuelen entre el vapor de agua y rocen las copas de los árboles.
Era una mañana de esas que se mueve entre el frío y el calor,
entre el sofá y la cama,
un té helado en la mano izquierda y una manta sobre mis rodillas.
Y ahí,
inmersa en la lectura de ningún libro,
con la mente absorta imaginándome a mi misma sobrevolando algún acantilado,
no esperaba ningún otro acontecimiento salvo verte aparecer
por la puerta del salón.
Pero no lo hiciste.
Esperaste un despiste, un vistazo a la ventana, un parpadeo, un gesto echándome hacia atrás el pelo
y me tapaste los ojos.
No canturreaste "¿Quién soy?", porque sabemos que el tiempo apremia.
Preferiste quedarte pegado, impidiéndome ver la luz, durante mucho tiempo, para notar cómo nuestras energías fluían en ambos sentidos entre nuestros cuerpos.
Para después separarte despacio y sonreírme como sonreirás a nuestros hijos.
Esa mezcla de ternura y de cariño. De miedo y dependencia. De bienestar.
Me robaste el té helado.
Y los latidos.
Por mi parte, me quedé con todo el olor que emanó de ti tras eternos abrazos, piel sobre piel.
Mientras el sol seguía afanándose en ser el protagonista del día, causa perdida en cielos de abril,
nosotros nos dormimos,
perdimos el tiempo,
mirándonos a los ojos no supimos qué decir,
salvo "te quiero".

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