domingo, 20 de diciembre de 2009

El poste del acantilado

Cuando pensé que mi vida carecía de sentido no temblé.
Sólo vino a mi cabeza la imagen del puerto bellísimo cuando atardecía en invierno.
Quizás era lo único que echaría de menos, ahora que allí no me quedaba nada.
No sentí miedo a la muerte, supongo que cuando te lo planteas realmente llegas a verlo como un proceso más.
Empujé la silla de ruedas calle arriba, intentando dejar la mente en blanco, nada me haría arrepentirme de mi propósito.
Al llegar al puerto eché un último vistazo, era muy pronto todavía y la mar estaba totalmente apaciguada.
El viaje en la furgoneta fue bastante horrible; en momentos así, tan duros e intensos, lo último que quieres es acabar mareada y a punto de vomitar.
Suerte que no lo hice.
Entre los dos hombres me bajaron, mirándome extrañados.
No los culpé.
Estaba amaneciendo ya, asi que les pagué con un par de billetes - lo único que llevaba encima -
y avancé hacia el pequeño sendero que se construyó en la bahía para las excursiones de los recién llegados, los turistas.
La silla se tambaleaba. Era como si estuviese enfadada.
Realmente sí me sentía algo cobarde por lo que iba hacer, ni siquiera había intentado afrontar mi nueva situación.
Pero no era por mí.
No era yo en realidad, yo parapléjica, yo incapacitada.
Era yo como la misma mujer de 22 años que ahora no podía llevar su vida de siempre.
Me sentía como una desconocida en mi propio cuerpo.
Al darme cuenta de que empezaba de nuevo con mis reflexiones, apreté los párpados y borré todo pensamiento.
El acantilado rebosaba paz.
En un intento de "dar seguridad" se habían colocado pequeños postes de madera blanca atados entre sí por cuerdas, para usarlos como valla.
Una inutilidad.
Con sumo cuidado me acerqué hasta ella y quité el nudo de la cuerda, arrojándolo al suelo.
Fue curioso, me sentí bien al ver lo que había hecho.
Pero ya era tarde. Estaba allí.
El agua era negra como un tizón, oscura, profunda como una gran boca de ballena esperándome.
El cielo, en su contraste, parecía un telar azul interrumpido por trazos blancos.

Cuando todo estuvo decidido, quité el freno de la silla.
Lentamente empecé a acercarme al borde.
Sentí la adrenalina en el corazón y la humedad en mis mejillas.
Deseé con todas mis fuerzas morir.

Pero entonces la silla cayó hacia un lado, quedándome atrapada entre el metal y el barro.
Delante de mí quedaba el mar, pero mi vista sólo alcanzaba ver la tierra del suelo.
Grité de rabia.
Y de miedo.
Una cosa era morir, otra quedarme allí tirada esperando que alguien apareciese para levantarme.
Sentía las magulladuras en la espalda y la sangre comenzaba a concentrarse en mi cabeza doblada.
¿Realmente debía morir así?
Entonces todo pasó muy deprisa.

Al alzar el cuello para paliar el dolor que me producía esa postura vi el poste de madera del otro lado.
El extremo de la cuerda que había quitado seguía atado a él.
Y lo que vi me dejó tan maravillada que, sin saber cómo,
extendí mis brazos hacia él, asiéndome a la soga con fuerza
y poniendo todo mi empeño intenté levantarme.
A la primera fue imposible, no lo conseguí.

Pero mis ojos estaban clavados en ese pedazo de madera.
Debía levantarme.
Lo intenté una y otra vez, después de la tercera vino la cuarta y así pasaba el tiempo y las fuerzas iban desapareciendo.
Pero no podía rendirme.
Y así me levanté.
Cuando la silla quedó erguida fui consciente de que lo había hecho.
Me sentía pletórica, sucia, cansadísima, estúpida...
Mire de nuevo al precipicio, sentí miedo de caerme y fui hacia atrás.
Entonces me fijé de nuevo en el otro poste.
¿Cómo era posible que al llegar allí no hubiese reparado en aquello?
No puedo decir que fue el destino, simplemente algo me puso a prueba.
Después de mucho tiempo, sonreí.
Y en ese instante, todas las mariquitas se fueron volando.
Seguramente a salvar otra vida.





No te rindas.
Si hoy sientes que nada tiene sentido, fíjate en lo pequeño.
Guía tu vida por cumplir tus sueños y ve adónde tu corazón te diga.
Y nunca pienses que ya no hay sentido.
Siempre hay un rumbo, siempre.

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