sábado, 9 de mayo de 2009

El Paseo de Recoletos

Era la mujer más bella del mundo.
Cuando la vi por primera vez sentí cómo se me llenaba de aire el pecho, cómo si al verla una nube de aire puro hubiese nacido entre la contaminación de Madrid y se hubiese metido en mis pulmones.
Tuve mucha suerte de estar ahí en ese momento.
Me sonrió. No sé si fue a mí o si ese gesto estaba siempre dibujado en su cara, pero pude ver una línea de luz a través de sus dientes.
Siguió caminando, sin que se diera cuenta la seguí.
Podría haberse asustado, a esas horas de la noche nadie parece de fiar, pero al verme de lejos me hizo un gesto con la mano, como despidiéndose hasta el día siguiente.
Y volví a casa totalmente enamorado de la joven que vivía en el Paseo de Recoletos.

Cómo comenzamos a intimar es una historia un tanto curiosa.
Me gustaba sentarme a observarla, a riesgo de parecer un obseso, pero pareció entender que sólo me agradaba estar cerca, incluso fue ella quién me habló por primera vez.
Su primer hola me costó una coca - cola y un bocadillo de calamares, que devoró como si llevase una semana sin comer.
El hablar de mi vida fue sencillo, soy parlanchín en paro de poca monta; el hablar de la suya me costó caro, nada de daño al bolsillo, pero sí verla llorar.
Aún con ese comienzo un tanto triste, rápidamente nos dimos cuenta de que nos queríamos.
Mi casa era el lugar idóneo para los desayunos, comidas y cenas, sin olvidar que se adueñó del baño cosa mala.
Pero por mucho que insistí desde el primer día, se negaba a quedarse a dormir.
Así al llegar las 12 la acompañaba a casa y la dejaba segura en el Paseo de Recoletos.

Nuestra historia fue la comidilla de mis amigos.
Cuando la vieron por primera vez se quedaron sorprendidos, yo pensé que era por lo guapa que era, envidia sana, pero cuando comenzaron a criticarla me rompieron el corazón.
Aprovecharon ese momento en el que ella se entretenía en mi baño, sentada sobre la taza del báter, oliendo el jabón.
Y yo ahí, hundido en el sofá, escuchando cómo rompían mis ilusiones.
Me amenazaban con romper nuestra amistad sino la dejaba, decían que me había vuelto loco, pero yo estaba más cuerdo que nadie, más cuerdo que todos ellos.
La llamaron sucia, la llamaron diferente, dijeron que yo estaba en otro nivel.
Para mí fue horrible tener que discutir con ellos,
tener que defenderla.
Tener que reconocer delante de ellos que quizás tenían razón.

Pero descubrirla llorando tras la puerta del salón fue lo peor.
Y verla salir corriendo de mi casa sin mediar palabra.
Y darme cuenta de que se había hecho añicos mi corazón.

Aquella noche cogí mi cartera, me puse ropa limpia y un saco de dormir que tenía de las excursiones al camping cuando fui universitario.
Cerré la puerta de mi casa dejando tras de mí mi vida.
Y caminé decidido hasta el Paseo de Recoletos.
Una vez allí bajé al paso de peatones subterráneo y la encontré.

Sentada, como siempre, como la primera vez, en sus dos cartones.
Con sus vaqueros sucios y su jersey rosa fucsia de algodón.
Con sus manos ennegrecidas por rebuscar en la basura y su cabello corto enmarañado.
Con su bote de cerveza y las deportivas rotas.
Con su olor a orina y las yagas en sus manos.
Y con esa sonrisa...

No supe cómo pedirla perdón sin decirla que la amaba.
Y no sé si me perdonaría o no, porque cuando me besó los labios no dejó de sonreír.

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