lunes, 25 de mayo de 2009

Vida


Él la sujeta con sus manos. No puede creerlo. Rosa es tan pequeñita que teme hacerla daño sólo con mirarla. La ve tan débil que siente miedo de lo que pueda ocurrirle, siente miedo de no estar ahí siempre para protegerla. Es entonces cuando ella respira tranquila y le sonríe, no le ve, pero le siente. Sabe que esas manos grandes que la sostienen y tiemblan, son de su papá.
Y si esas manos están cerca, todo irá bien.


Rosa marca el número de teléfono. Espera. Un primer tono, un segundo, un tercero, un cuarto, un quinto...no hay respuesta. Aún así sigue, con el rostro inexpresivo, hablándole mentalmente, gritándole que responda a la llamada. Nadie contesta. Entonces cuelga y se dirige a la cocina, coge unas llaves, sale de casa y camina durante 10 minutos.
Se detiene ante una pequeña casa de paredes rosadas.
Papá las pintó cuando ella tenía 3 años.

- Pintaré la casa rosa, como tú, así Dios sabrá dónde vives y podrá cuidarte siempre que yo no pueda- le decía Papá.
Y la niña sonreía satisfecha mientras él se subía a la escalera, como un trapecista,
y coloreaba cada recoveco de la casa.

La puerta del jardín está entreabierta, como siempre.
Las rosas ya no huelen a verano, a sus interminables veranos adolescentes y agonizan a lo lejos, reclamando un poco de atención.
Entonces entra.
No se oyen ruidos, todo parece en calma.
Rosa se adentra en la casa, su casa y va al salón.
Allí está él.
De pie, parado, como si no la hubiera oído llegar.
Con la mirada fija en el teléfono y las manos extendidas en el aire.
Mueve sus brazos, como si dirigiera una orquesta invisible, incluso puede escucharse la melodía, disonante, arítmica, cuando los arpegios se suceden sin orden.

- Papá

Al oír su voz desde el umbral, papá sonríe.
Y a Rosa se le hunde el corazón.

Entonces se detienen todos los relojes de la casa rosa y, sin prisa, padre e hija comienzan la ardua tarea de llevarle a la habitación.
Él no pierde la sonrisa.
Porque su niña de 40 años está con él.

Y ella le sujeta con sus manos. No puede creerlo. Papá está tan delicado que teme hacerle daño sólo con mirarlo. Le ve tan débil que siente miedo de lo que pueda ocurrirle, siente miedo de no estar ahí siempre para protegerle. Es entonces cuando él respira tranquilo y le sonríe, no la ve, pero la siente. Sabe que esas manos suaves que le sostienen y tiemblan, son de su hija.
Y si esas manos están cerca, todo irá bien.

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