miércoles, 16 de marzo de 2011

Gaia hoy no puedo quererte

Pasó su mano manchada de polvo por encima de su pelo. Se sorprendió al tocarlo, era duro y liso, como las cerdas de las escobas. Aquel pequeño de ojos rasgados estaba sentado en suelo, con las manos y los pies llenos de barro y la ropa sucia. Tenía el terror en los ojos.
Parecía que había corrido durante horas, pues su pecho ascendía y descendía rápido y rítmico, sólo interrumpido por algún ataque de tos, fruto del polvo que se levantaba por doquier.
El niño de piel negra siguió acariciendo su cabeza, suavemente, algo que había aprendido a hacer tan bien como su madre, tras aprender de ella que esos gestos son los que calman el hambre, el miedo y la sed.
Alrededor de ellos el mundo se había parado. Lo hizo en el mismo instante en que el agua tocó la tierra.
La muerte y la desesperación inundaban cada rincón, arrasando todo a su paso. Destruyendo vidas, sueños y proyectos. Destrozando almas y enfermando corazones.
El llanto y la angustia recorrían el aire, eran respirados junto al polvo y deglutidos con el humo.
Incluso la impotencia se colaba en la piel, más adentro, con la radiación.
El niño de piel negra se sentó y miró a su amigo que temblaba.
Al niño de piel negra le faltaban un ojo y una pierna.
Él ya había vivido algo parecido a eso, por eso estaba allí. No iba a dejarle solo ahora.
Por eso el pequeño de ojos rasgados sentía una punzada de esperanza, algo que le obligaba a no rendirse. Por él. Entrelazaron sus manos, como si así nada ni nadie pudiera separarles.

El niño de piel negra observó a su amigo. Estaba asustado y sucio, pero parecía fuerte. Nada podría con él.
El niño de ojos rasgados le devolvió la mirada, descubriendo un hueco en su cara. Entonces alzó su manita y lo tocó. No era algo extraño, no eran tan diferentes.

Los dos pequeños se incorporaron, aferrándose el uno al otro.
El niño de la piel negra iba descalzo. El de los ojos rasgados se quitó sus zapatos.
Y así emprendieron un nuevo camino.

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