martes, 15 de marzo de 2011

Palmera de chocolate blanco

Parecían dos jóvenes más comiendo a las tres de la tarde en una cafetería universitaria.
Ella con pañuelo al cuello, melena negra, ojos color miel que se le achinan al reírse, botas hasta las rodillas y sueños en los bolsillos.
Él alto, castaño, con gesto cansado, reflejo de una mañana interminable, jersey blanco con rayas grises, mirada tranquila, ojos achinados siempre, se ría o no.
Parecían dos desconocidos que conversan con otros en la misma mesa, que también cuentan historias. Dos amigos o dos conocidos. Dos personas. Desde lejos parecían un chico y una chica como cualquier otro ser humano. Iguales a otros seres humanos.
Él en un lado de la mesa, ella en otro. Riendo, contando, participando.

Era una estampa más de las tardes universitarias de marzo, preludio de un verano cercano y unos exámenes que ya causan algún que otro insomnio.

Nada era extraño. Ella se levantó de su asiento y compró una palmera de chocolate blanco, gigante.
Después la partió por la mitad, dejando una parte en el plato y llevándose la otra consigo.
Se sentó sobre una mesa, con las piernas colgando y empezó a devorar despacito los bordes.
Entonces él, como si lo hubieran estado ensayando meses y meses antes, alargó el brazo y levantó la otra porción.
Después, con sumo cuidado, pero como si no estuviera prestando nada de atención a lo que hacía, empezó a quitar la parte de afuera y a amontonar los trocitos en un lado.
Nadie se soprendió, nadie les observaba, nadie pensó en ese momento en ellos ni en palmeras de chocolate blanco.
Siguieron hablando todos, como si tal cosa, como si nada de lo que estuviera sucediendo fuera trascendental.
No lo era para el resto del mundo.
Cuando ella terminó, sólo quedaba el corazón de la palmera. Entonces se levantó de la mesa y lo dejó en el plato. Después él, que ya había terminado también, lo cogió con cuidado.
Y ella recogió los bordes.
Lentamente cumplieron un ritual, unas manías bellísimas que les complementaban de una forma tan sencilla y anodina. Él odiaba los bordes de la palmera y a ella no le hcía mucha gracia el centro. Nunca se lo dijeron, simplemente se acostumbraron a concederse esos detalles, a acoplar sus defectos y virtudes como lo hacen las cremalleras o los botones y sus ojales.
Nadie se dio cuenta, nadie se percató de lo que sucedía.
Y por eso fue uno de los momento más hermosos que he contemplado.

1 comentario:

La Bitácora del Caminante dijo...

Me ha gustado. Mucho. :)

Un abrazo de un amante de las palmeras. Las de chocolate. Negro, claro. El chocolate.

Lo dicho, un abrazo.

-- Wayfarer