lunes, 23 de enero de 2012

La vida

- Hasta pronto - susurró en voz baja, aguantándose las ganas de llorar, mientras veía cómo la catedral salmantina se hacía cada vez más pequeña a medida que avanzaban con el coche. Le temblaban las manos, le dolía el pecho, pero no dijo nada para no preocupar a nadie.
Emilia veía como toda su vida se quedaba atrás, sumergida en el Duero, entrando en un estado de hibernación emocional, para no sentir, para no sufrir.
Mientras tanto su hijo la observaba de reojo. Quién le habría dicho en aquél entonces, cuándo se marchó hace tantos años de allí, que un día volvería para llevarse consigo a su madre. Por un lado la noticia de su enfermedad le produjo mucho miedo, pero por otro sintió tranquilidad: por fin había un motivo firme para convencerla de ir con él a Madrid.
- Te cuidaremos, el hospital está más cerca, no tengo problemas para llevarte, estarás con los niños...
Y Emilia lo sabía. Claro que estaría bien allí. 
Pero no había lugar en el mundo más confortable que su tierra.
Su silencio era su luto. Nunca fue dramática y menos ahora. La vida ya le robó de muy joven al amor de su vida y la dejó "en paños menores", con dos hijos y sin dinero. Pero salió adelante.
Y sus penas y alegrías se formaron en las calles charras, en el aire frío, en la piedras amarillas.
Por eso este nuevo cambio no era algo terrible, pero no podía llevarlo de otra manera.
Su tierra, su amada tierra. 
Dejaba su casa, sus eternas amistades, sus paseos matutinos, su misa. Sus libros, su casa, la casa de su marido dónde tanto iba a dejar.
Era una nueva pérdida, otro abandono. No habría sitio más bonito que aquél. Sus ojos se iban humedeciendo despacio, los recuerdos se amontonaban en su mente y en su corazón.

- Mamá, no llores, puedes volver cuando quieras y lo sabes
Emilia se llevó una mano al pecho y sonrió.
- Lo sé hijo, lo sé...

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