jueves, 17 de enero de 2008

La ciudad


Me gusta subir a la azotea cuando el sol está a punto de esconderse bajo el horizonte. Parece que, por unos minutos, mientras me encaramo a la barandilla de ladrillos, la ciudad se detiene para tomar aliento. Entonces suelo preguntarme hacia dónde voy, porque venir, sólo vengo de un sitio. Imagino mi vida, me pregunto si soy feliz, y mirando hacia abajo veo pasar continuos puntitos, personas, hombres y mujeres con diferentes vidas y entonces me da por pensar ¿qué será de ellos?.

A menudo nos cruzamos con personas e imaginamos quienes serán, dónde vivirán, a qué se dedicarán, y todo con sólo ver su ropa y su cara. Nunca sabes si has acertado porque seguramente nunca volváis a encontraros pero te vas alejando, mientras vuestras espaldas se dicen adiós, creyendo que esa persona era y será lo que pensabas.

Aquí todo parece minúsculo y el aire negro puede verse formando una cúpula en medio de la calle principal. Las aceras grises quedan ocultas bajo los pies de miles de transeúntes estresados y depresivos que sueñan con ganar dinero para comprar un poquito de felicidad. A veces me dan ganas de lanzarles poemas desde aquí arriba, pero sé que de cada 10 sólo dos se pararán a recogerlos, uno para ver qué es ese papel y luego sin tan siquiera leerlo, arrojarlo de nuevo al suelo, otro quizás para leerlo pero tampoco entenderá qué quiere decir.

Me gusta esperar a que se enciendan las luces que inundan la noche. Unos segundos antes imagino que se apagan todas de golpe, incluso dibujo en mi mente a los ciudadanos en atascos, tiendas, edificios y calles gritando y corriendo asustados, en plena oscuridad, nombrando no sé qué de un repentino caos y un terrible descontrol, como si se tratase de una hecatombe. Entonces imagino como uno a uno se irían deteniendo y callando al ver el intenso fulgor de las estrellas. Claro, como ninguno habrá visto nunca antes una estrella...

Cuando se encienden las luces estiro las piernas y bajo de la barandilla. Suele hacer frío y el ruido de la calle cambia los pitidos por el silencio. Me gusta mirar hacia arriba y ver cómo la cúpula de aire negro se funde con el cielo de noche, como si se escondiera para no ser descubierto y aniquilado.
Miro mis manos, veo como envejecen día a día y me gusta.

El ser humano se queja de no ser feliz y de vivir para trabajar, o de no vivir, pero olvida lo maravilloso que es estar aquí, sin motivo, tener un cuerpo que es sólo nuestro, ser dueños de una máquina maravillosa capaz de hacer cosas tan magníficas cómo sentir la aspereza de un ladrillo con la piel de la palma de la mano.

Me gusta caminar descalza hasta la puerta y girarme para ver a lo lejos puntitos de luz, y pensar que a millones de kilómetros de mí hay personas, en otros lugares, con otras vidas, que comparten conmigo la increíble oportunidad de existir en este bello planeta.

Me gusta mi ciudad...y cerrando la puerta espero ansiosa a que llegue de nuevo la hora de volver a la azotea, porque me gusta ver cómo se detiene para tomar aliento, cuando el sol está a punto de esconderse bajo el horizonte.


1 comentario:

Ignacio dijo...

Se dice por estos lares que esa facultad de sentarse a observar la realidad, preguntarse el cómo, el cuándo y el por qué es cosa que llevan los escritores (y escritoras) en la sangre.

Se dice, también, que precisamente al intentar dar respuesta a esas preguntas surgen la poesía, el relato breve, la novela y el teatro. La literatura, en definitiva.

Para mí un autor que siempre ofrece respuestas interesantes, de la mejor forma posible, es Julio Llamazares. Su Luna de lobos, o La lluvia amarilla son dos ejemplos excelentes de prosa poética, que te recomiendo.

Cuídate mucho, y por favor, sigue escribiendo. Es agradable desconectar de todo por un rato y echarle un vistazo a la realidad desde tu azotea.

Un abrazo,

Nacho