viernes, 11 de julio de 2008

Amparo


Se mira las manos, todo parece envejecer con ella. Las arrugas surcan cada centímetro de su piel mientras permanece ausente, observando desde la ventana de la oficina cómo unas chicas esperan en la parada de autobús, riendo, porque seguramente irán a la piscina. Y Amparo se recuesta en la silla giratoria y mira con resignación el techo. Parece que podrá respirar durante unos segundos, pero al momento su compañera Pilar entra en la sala con una montaña de portafolios en cada mano. Nada, a darle duro de nuevo. Ambas se sonríen con complicidad, diciéndose sin hablar que intentarán llevar estos días con el mayor optimismo posible. Claro, con cuatro compañeras de vacaciones el trabajo se reparte y siempre parece que nunca vas a terminar.

Amparo es funcionaria y trabaja en la comisaría del pueblo. Nunca pensó, cuando empezó a estudiar la carrera de Traducción e interpretación de idiomas, que acabaría en aquella sala ocupada por 5 mesas, acompañada por 12 personas y dedicándose a ayudar a los "pobres desgraciados", así los llama ella, que vienen de África y buscan regular su situación. "Quién me mandaría a mí especializarme en esto", se pregunta, pero ahí está ayudando cada día a numerosas familias que sólo quieren su propia oportunidad.

Cuando entras en la rutina laboral siempre acabas aburriéndote, "quizás por eso algunas de mis compañeras todavía necesitan vivir emociones fuertes, como cuando Lola se tiró en paracaídas, ¡que locura!" piensa.

Sí, a veces se pregunta si ésta es la vida que imaginó antes de crecer y tiene miedo de responderse que no, por eso suele engañarse y mirar el techo, recordando que hay muchas personas en el mundo que se encuentra en peores condiciones.

Muchas veces siente compasión hacia los que se acercan allí, pero últimamente se está dando cuenta de que no se diferencian mucho de ella.

Puede que Amparo llegue mejor a fin de mes y se pueda permitir llevar ese collar, esas gafas nuevas, una comida fuera cada dos semanas o ir al gimnasio 12 veces en 30 días, pero cuando se pregunta por su vida muchas veces piensa que no es feliz.

Le habría gustado vivir de musical en musical, ser actriz, ser azafata y viajar por el mundo, escribir novelas, ser enfermera, diseñar un edificio o pilotar un avión.

Quizás su destino se equivocó y ella no debía haberse casado tan pronto, ni debía haber tenido aquellos dos maravillosos hijos...quizás debería haber sido egoísta o más impulsiva, haber dejado a un lado esa búsqueda de estabilidad y haberse arriesgado a vivir.

Toda una vida entre aquellas paredes. Toda una vida al servicio de un marido, de un trabajo, de unos hijos ya adultos, de un sueldo, de unos gastos.

A sus 59 años sentía que no estaba satisfecha con su vida. Durante unos segundos se imaginó a sí misma dejando los papeles en la mesa, levantándose y desapareciendo por la puerta sin despedirse dejando un caramelo Solano sobre el escritorio de Pilar, como hacía siempre. Esa vez la mesa de su amiga quedaba vacía porque Amparo no iba a volver nunca. Ni allí, ni a su casa. Se veía conduciendo su pequeño Corsa negro hacía ningún lugar.

"Que absurdo", pensaba. "Jamás podría hacerle eso a mis seres queridos por mucho que no me guste mi vida"

Pero, ¿y si había llegado el momento de vivir?

Aquella tarde Pilar regresó de hacer sus recados más tarde y al llegar la sala ya había quedado vacía. Apagó las luces y cerró las ventanas, le sorprendió mucho no encontrar el caramelo Solano sobre su mesa.

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