martes, 22 de febrero de 2011

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Hoy un padre miraba a su hija de diez años medio asustado y medio sorprendido.
Cuando la doctora le preguntó si ella tenía ya la regla, palideció,
murmurando un "no...", como si en ese momento estuviera viendo pasar los diez últimos años de su vida ante él. Por eso sonreí, sin darme cuenta, viéndole temblar.

Y un niño, de unos siete años, nos ha contado a María y a mí lo importante que es acordarse de las katas en judo, porque si no jamás pasará de ser cinturón blanco a blanco-amarillo.
Él también palideció cuando su madre y la doctora dudaron si ese deporte era bueno para su espalda.
Por eso gritó de repente que corría mucho y saludaba al empezar y al terminar y eso era muy bueno para su cuerpo. Las convenció.
Hoy un padre con un ojo de cristal ponía en duda la palabra de su hijo adolescente, el cual juraba y perjuraba que la última radiografía se lo hicieron con la calza puesta. Me dio pena la falta de confianza, en mis pensamientos le llamé "padre tirano", pero me arrepentí al verles salir por la puerta, cuando le sujetó el cuello a su hijo y le guiñó el ojo. El de cristal no, el otro.
Y una señora que tenía los oídos taponados por el catarro se ha quedado frente a la pared, subida en la camilla, sobre las rodillas, porque no nos ha oído decirle "ya se puede bajar y vestir..." y hemos acabado riéndonos las cuatro tras esos segundos tan extraños.
He tocado un brazo inflamado y he visto el lugar donde antes había una mama. Eso me ha tocado a mí. No quiero decir que sea una visión asombrosa, ni fea, ni emotiva.
Simplemente como mujer he sentido algo que me ha unido a ella.

Cada día me gusta más el mundo, me gustan más las personas, incluso las que te hacen dudarlo.
Porque merece la pena.

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