domingo, 13 de febrero de 2011

Heroína

Él se ha ido. Cerró la puerta, sonó diferente, sonó a "no volver".
Antes, otras veces, se iba y el ruido antecedía a un "dentro de dos días", "esta noche".
Hoy fue rotundo, no volverá.
Lo sabe porque se ha llevado su pequeño cortauñas, ese que deja sobre la repisa de la ducha, que no se oxida porque no es de metal, ese cacharro viejo que le regaló cuando no tenían dinero y cenaban besos con coca cola.
Lo sabe porque ha colocado su copia de las llaves en la cesta de la entrada.
- Quédate con lo demás, no lo necesito - ha dicho mientras sus camisas eran engullidas por una bolsa de deporte azul - si me dejo algo importante, le diré a mi hermana que venga a buscarlo - y así, con esas palabras, metió los calcetines, los calzoncillos y las corbatas.
Después se encerró en el baño, con la excusa de llamar a un amigo para que viniera a buscarlo.
Ella no le creyó, pero no dijo nada. Le conocía tanto que sabía cómo mentía.
Además, le escuchó llorar desconsolado tras la puerta.
Sin contar con que había olvidado coger el móvil que se estaba cargando sobre la mesa del salón.

Antes, cuando alguno de los dos lloraba, el otro encendía una vela, para ahuyentar el miedo y luego rodeaba con sus brazos el cuerpo del otro y susurraba, despacio, que no existe camino sin baches, ni éxito sin derrotas.
Pero esta vez nadie podía encender velas, ni susurrar, ni tocarse.
Hoy los dos se morían de miedo.
Él salió del baño, con los ojos rojos e hinchados, no pudo mirarla.
Pasó a su lado, sin rozarla, sintiendo como le quemaba la piel, como ardía en deseos de abrazarla y quedarse ahí, eternamente.
Pero no lo hizo.
Y ella sintió como el ácido de la ruptura corría por sus venas y llegaba al corazón, deshaciendo cada pedazo de sí misma.
Entonces se le paró el corazón.

Él se ha ido. Cogió sus cosas y se marchó, dejando solo su ausencia colgada en el perchero, enfriándose en la nevera y empolvándose en las estanterías.
Se ha ido y nunca volverá - se repetía ella - y nunca volverá, nunca volverá, nunca volverá.
Lentamente, arrastrándose, llegó al cuarto y se tumbó en la cama.
Al llevarse la mano al corazón se percató de que no había latido, no había nada. Estaba muriendo.
El aire empezó a faltar en la habitación, era como si él se lo hubiese llevado consigo atado a su reloj de pulsera.
Podía levantarse y abrir la ventana, pero no había motivos para hacerlo. No merecía la pena.
Y así pasaron los días. No abrió la puerta. No atendió llamadas. No respiró. No lloró.
Se quedó dormida en un sueño profundo dónde el corazón sí latía.
Dónde si había esperanzas.
Una mañana se despertó y él estaba a su lado.
Estaba delgado, feo, seco, casi muerto. Como ella. Algo mejor que ella.
- He vuelto - murmuró.
Entonces se tumbaron juntos, mirando al techo. Ellos no veían el techo, veían la vida.

- ¿Te has metido algo estos días? - preguntó aterrorizado, pero sin mostrarlo con su voz.
Ella negó con la cabeza.
Su piel estaba pegada a sus mejillas, sus ojos se le salían de las cuencas y sus manos temblaban.
Se había hecho heridas en las palmas de tanto apretarse cuando el "mono" la había encañonado contra la pared, pero no se había dejado ganar.
Él la creyó. Esta vez sí.
Por eso apartó su brazo cuando ella quiso enseñarle que no había ningún rastro de marcas nuevas.
- Te creo y te quiero. Jamás me perdonaré esto, jamás, pero era la única manera de salvarte y si tengo que hacerlo de nuevo, no dudaré - le dijo mientras le acariciaba la cabeza.
Y ahí se quedaron, tumbados boca arriba, con las manos entrelazadas y el alma hecha pedazos.
Ella le miró.
- Estas aquí, estás aquí, estás aquí - pensaba.
Le tocó la nariz con ternura.
- Me curaré por ti - le prometió.

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