lunes, 24 de marzo de 2008

Palomas, banco y pedazos de pan

Cabello blanco y recogido con una redecilla negra, tez arrugada, labios finos y gafas de montura dorada sobre la nariz; 77 años, dedos finos, ojos grises y grandes, espalda encorvada, temblor en sus piernas. Se llamaba Teresa, y había enviudado hacía escaso tiempo. Su difunto marido había dedicado los 59 años de matrimonio a hacer de su vida diaria un infierno, si no recibía insultos amanecía con palizas, y vicerversa. Cuando él falleció, Teresa, "la Tere", no dejó escapar ninguna lágrima, muy a su pesar, pero su corazón era incapaz de entristecerse al conocer que nunca más volverían a hacerla daño. Ahora podía comenzar a disfrutar, pero a su edad sentía como el tiempo jadeaba junto a su cuello.
En una de esas tardes de palomas, banco y pedazos de pan disfrutando de su reciente y reconfortante soledad, conoció a Isabel.
Cabello entrecano y largo, tez pálida, labios mal pintados de carmín barato, ojos negros, 80 años, cintura ancha, diabetes en sangre, sonrisa perenne. Había sido esposa, amante, y viuda y uno de sus más preciados entretenimientos era contar los papeles de su vida. Cuando conoció a "la Tere" descubrió que, a pesar de haber interpretado una gran obra durante sus 80 años, nunca se había parado a pensar en lo sola que siempre se había sentido.
Aquellas tardes de palomas, banco y pedazos de pan se convirtieron en una vía de escape para dos mujeres que veían cerca la muerte y lejos las ganas de luchar por un poco de felicidad, dos mujeres a las que la vida no había agraciado con bellas vivencias y únicamente mostraba su paso en las arrugas de la piel y las que más duelen, en el alma.
Vidas vacías de cariño y llenas de dolor.
Llegado el atardecer, Isabel solía coger la mano de Teresa y acariciarla suavemente, mientras le decía que en esa carrera ellas ya estaban muy cerca de la meta y ahora sólo tocaba dejarse arrastrar por los demás corredores, que el cansancio mermaba sus fuerzas. Teresa, ausente, solía sonreír porque apreciaba el tacto de sus manos y nunca respondía; se quedaba callada esperando a que Isabel continuase hablando.
Ambas habían vivido una guerra, habían sido educadas en colegios religiosos, Teresa era fiel a la derecha como su marido siempre le había dicho, además los políticos de su tiempo eran todos iguales y todos hacían lo mismo, no le causaba ningún quebradero de cabeza decidir quién le gustaba más; Isabel, por el contrario, era republicana de corazón y bandera, aunque nunca había votado porque pensaba que el mundo se movía por revoluciones y no por elecciones. Iguales y diferentes, solían hablar de los problemas de la sociedad y dejaban las conversaciones a medio acabar porque siempre les aburrían.
Un día Isabel le preguntó si había estado enamorada alguna vez. Teresa continuó mirando como revoloteaban los pichones y se preguntó a si misma si alguna vez lo había estado. Siempre creyó que el amor era algo que venía después del matrimonio, por eso nunca se atrevió a plantarle cara a su difunto marido, pues pensaba que el amor llegaría, estaba tardando, pero llegaría.
Mientras esperaba la respuesta, Isabel se reconocía a si misma, con cierta tristeza, que nunca lo había estado; casada a los 18 años y viviendo del dinero que su esposo había llevado siempre a casa, esa había sido su vida.
Tras unos minutos de silencio, las dos ancianas se miraron a los ojos.
Alargaron sus manos y entrelazaron sus dedos.
Teresa sonrió, Isabel entornó los ojos.
Un sentimiento nuevo inundó esos viejos corazones, algo que nunca en sus vidas habrían pensado, ni se habrían siquiera planteado.
Tanto dolor, tanta tristeza, tantas lágrimas, todo recogido en 77 y 80 años, y ahora, al final de la carrera habían descubierto la felicidad.
El amor más inocente que pudo reinar sobre la tierra, el amor entre dos mujeres que juntas sumaban 157 años, el amor que no dejaba lugar al daño que siempre había reinado en sus vidas.
"Ay, Tere...¿puedes creerte esto?"
"Calla, Isa, calla... que para el tiempo que me queda déjame disfrutarlo a tu lado"
Y allí, entre palomas, banco y pedazos de pan, vivieron sus últimos días dos mujeres que descubrieron, al final de la carrera, que nunca es tarde para enamorarse, que a veces el amor es algo más que una vida entera compartida con alguien, que el amor no tiene fronteras, colores ni sexo...que el amor, el amor por no tener no tiene ni nombre.


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